domingo, 16 de noviembre de 2014
CAPITULO 60
Sólo estuve fuera por un par de semanas, pero registrarme en un motel de mi ciudad me hace sentir como si regresara a una ciudad que evolucionó hace rato sin mí. Mientras conduzco al motel, encuentro un recoveco oculto de San Diego que nunca antes exploré y aunque el rincón de mi oscura ciudad se siente extrañamente extranjero, la idea de que hay un futuro diferente para mí que nunca antes había imaginado es poderosamente tranquilizante.
Mi madre me mataría por no quedarme en casa. Helena quiere matarme por no quedarme con ella. Pero incluso en la luz tenue y la cacofonía de la autopista I-5 fuera de mi ventana, sé que es exactamente lo que necesito.
Compruebo mi balance bancario por la quincuagésima
vez desde el aterrizaje. Si soy cuidadosa, puedo lograrlo hasta comenzar la escuela y para entonces —gracias a mi ex asesor y el hombre que me ha ganado la entrada al programa en el Máster de Administración de Empresa que una vez me cortejó fuertemente en la UCSD— tengo una pequeña y rara remuneración para ayudar a llegar a fin de mes. Pero aunque la renta es razonable en el estudio, todavía va ser apretado y mi estómago da vueltas imaginando el tener que pedirle dinero a mi padre.
No había hablado con él en casi un mes.
¿Estás casada? Tienes un esposo, ¿no? Dijo Pedro y Dios, esa noche se siente tan lejana. Acurrucándome en las sábanas que huelen a blanqueador y cigarrillo en lugar de césped y especias, lucho por respirar y no volverme completamente loca a las ocho de la noche en la oscuridad de mi habitación de motel.
Mi descuidado teléfono se siente pesado de repente y lo saco, dejando que mis dedos se ciernan sobre el botón antes de encenderlo. Le toma unos momentos cargar, pero cuando lo hace, veo que tengo doce llamadas perdidas de Pedro, seis mensajes de voz, e incluso más mensajes
de texto.
¿Dónde estás? Dice el primero.
Te has ido, ¿verdad? Tu maleta no está.
No te llevaste todo. Lo imagino caminando, descubriendo que me fui y luego caminando de habitación a habitación, viendo las cosas que elegí traer conmigo y las que dejé atrás.
Tu anillo no está aquí, ¿te lo llevaste? Por favor, llámame.
Elimino el resto de los mensajes, pero no los de voz; una parte secreta de mí sabe que querré escucharlos más tarde, cuando esté sola y lo extrañe. Bueno, cuando lo extrañe más.
Ni siquiera estoy segura de cómo responder.
Ahora me doy cuenta que Pedro no puede responder a mis
problemas. Lo arruinó al no decirme la verdad sobre Perry y su pasado, pero estoy bastante segura que tiene más que ver con que sea un chico estúpido que querer mantenerme en la oscuridad. Esta es la razón por la que tienes que conocer bien a alguien antes de casarte con él. Y la verdad es que su mentira fue conveniente para mí. Me escondía en Paris, usándolo a él y los cientos de kilómetros entre Francia y Estados Unidos para evitar las cosas que están mal en mi vida: mi papá, mi pierna, mi incapacidad de crear un nuevo futuro más allá del que perdí. Puede que Perry haya sido una perra, pero tenía razón en una cosa: el único que avanzaba en esta relación era Pedro. Estaba contenta de sentarme allí, esperando, mientras él salía y conquistaba el mundo.
Ruedo sobre mi espalda y en lugar de responderle a Pedro, les escribo un mensaje grupal a mis amigas.
Creo que encontré un lugar para vivir. Gracias por enviar la lista, H.
De verdad estoy intentado no perder la calma ahora.
Déjanos ir a tu motel, responde Helena. Nos estamos volviendo locas sin saber qué rayos ocurre.
Mañana, les prometo.
Aguanta, dice Lola. La vida está construida de estos pequeños y horribles momentos y las gigantes expansiones de genialidad en el medio.
Las amo, respondo. Porque tiene razón. Este verano fue el tramo más perfecto de genialidad que alguna vez tuve.
CAPITULO 59
Todavía está oscuro cuando salgo a la acera y las puertas de recibidor se balancean al cerrarse detrás de mí. Un taxi está esperando, los faros apagados mientras permanece quieto en la acera, su forma envuelta en el círculo de luz amarilla artificial de la farola más arriba. El conductor me mira desde la cima de una revista, con expresión agria, su cara alineada con lo que parece ser una mirada permanente de disgusto.
De repente estoy consciente de cómo debo lucir —el cabello hecho un desastre y el maquillaje de anoche todavía alrededor de mis ojos, vaqueros oscuros, suéter oscuro— como algún tipo de criminal escabulléndose en las sombras. La frase ―huyendo de la escena del crimen resuena en mi cabeza y en cierta forma odio cuán acertado se siente.
Se baja del taxi y me encuentra en la parte trasera del auto, con el maletero ya abierto y un cigarrillo encendido suspendido en su boca fruncida.
—¿Americana? —pregunta, su acento grueso mientras suelta el humo que escapa con cada sílaba.
La irritación hace rechinar mis nervios pero asiento, sin molestarme en preguntar cómo lo sabe o por qué, debido a que ya lo sé: sobresalgo como un pulgar dolorido.
O no nota mi falta de respuesta o no le importa porque toma mi maleta, la levanta sin esfuerzo y la deposita en el maletero del auto.
Es la misma bolsa con la que llegué, la misma que escondí después de un par de días porque lucía demasiado nueva y fuera de lugar en medio del cálido y cómodo piso de Pedro.
Al menos eso es lo que me dije en ese momento, ocultándola dentro del armario más cercano a la puerta de su habitación, donde serviría como un recordatorio diario de mi no permanencia aquí, o que mi lugar en su vida terminaría tan pronto como lo hiciera el verano.
Abro mi propia puerta y me subo; cerrándola con la menor cantidad de sonido que puedo manejar. Sé lo bien que viajan los sonidos por la ventana abierta y definitivamente no me permitiré levantar la mirada o imaginarlo acostado en la cama, despertando en un departamento vacío o escuchando la puerta de un taxi cerrarse en la calle.
El conductor se deja caer en el asiento frente a mí y encuentra mis ojos en el espejo retrovisor, expectante. —Al aeropuerto —le digo, antes de apartar la mirada.
Ni siquiera estoy segura de lo que siento mientras enciende el coche y se desliza en la calle. ¿Es tristeza? Sí.
¿Preocupación, ira, pánico, traición, culpa? Todo eso. ¿Cometí un error? ¿Toda esta cosa ha sido una colosal
mala elección tras otra? Tenía que irme, me digo, sólo un poco antes de lo planeado. E incluso si no lo fuera, estaba bien poner un poco de espacio, un poco de perspectiva, un poco de claridad… ¿verdad?
Casi me río. Siento cualquier cosa menos claridad.
Vacilo tan salvajemente entre ―anoche no fue gran cosa‖ y ―anoche fue un ultimátum‖, entre ―irme es lo mejor y ―¡Regresa, estás cometiendo un gran error! Que comienzo a dudar de cada pensamiento que tengo.
Estar sola y atrapada en mi cabeza en un viaje de trece horas va a ser una tortura.
El taxi se mueve tan rápido por las calles vacías y mi estómago se tambalea de la misma manera que lo hizo la primera mañana aquí, pero de una forma completamente diferente esta vez. Hay una parte de mí que casi le daría la bienvenida a vomitar justo ahora, le resultaría preferible al constante dolor que he sentido desde anoche. Al menos sé que el vomito pasará y puedo cerrar los ojos, fingir que el mundo no gira, que no hay un verdadero agujero en mi pecho, los bordes crudos e irregulares.
La ciudad pasa como un borrón de piedra y concreto, siluetas industriales salpican el mismo horizonte que los edificios que han resistido durante cientos de años. Presiono la frente contra el vidrio e intento bloquear cada momento de esa primera mañana con Pedro. Cuán dulce y atento fue, y cuán preocupada estaba de arruinar todo y que terminara antes de que de verdad empezara. El sol todavía no sale, pero puedo distinguir los árboles y los campos de hierba, borrones embarrados de verde que bordean la autopista y hacen de puente para la distancia entre los tramos de la expansión urbana. Tengo la más extraña sensación de retroceder en el tiempo y borrar todo.
Saco mi teléfono y voy a la aplicación de la aerolínea, me registro y busco los vuelos disponibles. Mi decisión de irme parece aún más evidente a la luz muy brillante de la pantalla, ya que corta a través de la oscuridad, lo que refleja de nuevo las ventanas a mi lado.
Me cierno sobre la ciudad de llegada y casi me río de mi dilema imaginario por elegir, porque sé que ya decidí lo que voy a hacer.
El primer vuelo del día sale en una hora y parece demasiado fácil hacer las elecciones necesarias y programar mi viaje de regreso con apenas una pequeña dificultad. Al terminar, apago el teléfono y lo guardo, mirando hacia la ciudad soñolienta mientras esta comienza a despertar al otro lado del vidrio.
No hay mensajes, así que puedo asumir que Pedro sigue durmiendo y si cierro los ojos, todavía puedo verlo, su cuerpo extendido en el colchón, sus vaqueros apenas aferrándose a sus caderas. Puedo recordar la forma en que lucía su piel con la poca luz mientras agarraba mis cosas, la forma en que las sombras lo atraían como lienzo cubierto de carbón. Puedo imaginarlo despertando y dándose cuenta de que no estoy.
El taxi se detiene en la acera y veo el precio en el medidor. Mis dedos tiemblan mientras encuentro mi cartera y cuento la tarifa. Los billetes grandes y coloridos todavía se ven extraños en mi mano y por impulso doblo toda la pila, presionándolos en la palma del conductor.
En el avión no hay teléfonos, no hay correos. No me molesté en pagar por internet, así que no hay nada para distraerme del círculo de imágenes y palabras que hacen eco en mi dramática —y exasperante— cámara lenta: la expresión de Perry mutando lentamente de amable a calculadora, luego de calculadora a iracunda. Su voz mientras preguntaba cómo disfrutaba de su cama, su prometido. El sonido de pasos, de Pedro, de nuestras palabras gritadas y la sensación de la sangre corriendo, llenando mi cabeza, mi pulso, secuestrando cada sonido.
Aparte de las pocas horas de sueño que me arreglé para atrapar, está la banda de sonido a lo largo de todo mi vuelo y, si es posible, me siento aún peor cuando finalmente aterrizamos.
Me muevo en una bruma desde el avión hacia la aduana y a
reclamar el equipaje, donde mi solitaria y enorme maleta me espera en el carrusel. Ya no luce tan nueva, está estropeada en algunos lugares, como si hubiera sido lanzada, atrapada contra la cinta transportadora en movimiento; se ve bastante cerca de lo que siento.
En una cafetería cercana, abro mi portátil y encuentro el archivo al que me negué durante todo el verano, marcado sólo con ―Boston. Dentro está toda la información que necesito para la escuela, los correos con los horarios y las orientaciones que llegaron en las últimas semanas, ignoradas pero guardadas donde me prometí que me ocuparía de ellas más tarde.
Aparentemente, más tarde es hoy.
Con la energía que me dio la taza de café y el creciente y familiar zumbido por finalmente tomar una decisión correcta, me conecto en el portal estudiantil del Máster en Administración de Empresas de la Universidad de Boston.
Renuncio a mi ayuda financiera.
Renuncio a mi puesto en el programa.
Finalmente tomo la decisión que debería haber hecho hace mucho tiempo.
Y luego llamo a mi tutor académico y me preparo para humillarme.
*****
Miro la sección de ―En renta del periódico local. Parte del trato al aceptar ir a la escuela de posgrado era que papá pagaría mi departamento. Pero después de lo que acabo de hacer, no creo que me vaya a apoyar, aunque desde mi punto de vista, se siente como el mejor compromiso. Sé que estará más que dispuesto a romper algo con sus manos que darme un centavo. No puedo volver a vivir bajo su pulgar, de todas formas. Vivir en Paris prácticamente ha disparado mi presupuesto al infierno, pero después de un rápido vistazo al papel, hay algunos lugares que puedo pagar… especialmente si puedo encontrar un trabajo relativamente pronto. Todavía no estoy lista para encender el teléfono y enfrentar lo que estoy segura es una montaña de llamadas perdidas y mensajes de texto de Pedro —o incluso peor, absolutamente nada— y por eso uso un teléfono público frente al 7-Eleven al final de la calle, delante de la cafetería.
Mi primera llamada es para Helena.
—¿Hola? —dice, claramente desconfiada del número desconocido.
La extrañé tanto que siento lágrimas ardiendo en las esquinas de los ojos.
—Hola —digo, esa sola palabra sofocante y recubierta con
nostalgia.
—¡Dios mío, Paula! ¿Dónde rayos estás? —Hay una pausa dónde imagino que aleja el teléfono de su oreja y mira de nuevo el número—. Mierda, ¿estás aquí?
Trago un sollozo. —Aterricé hace un par de horas.
—¿Estás en casa? —grita.
—Sí, estoy en San Diego.
—¿Por qué no estás en mi casa?
—Tenía que organizar algunas cosas. —Como mi vida. En Francia, encontré mi lugar en la distancia. Ahora sólo necesitaba tener los ojos enfocados allí.
—¿Organizar? Paula, ¿qué ocurrió con Boston?
—Escucha, te lo explicaré después, pero me preguntaba si podías hablar con tu papá por mí. —Tomo una respiración temblorosa—. Sobre mi anulación. —Y ahí está, la palabra que ha estado cosquilleando en la parte trasera de mis pensamiento. Apesta decirla en voz alta.
—Oh. Así que fue cuesta abajo.
—Es complicado. Habla con tu papá por mí, ¿sí? Necesito ocuparme de ciertas cosas pero te llamaré.
—Por favor, ven aquí.
Presionando la palma de la mano en mi sien, me las arreglo para decir—: Iré mañana. Hoy necesito ordenar mi cabeza.
Después de un largo latido, dice—: Voy a hacer que papá llame a su abogado esta noche y te haré saber lo que dice.
—Gracias.
—¿Necesitas algo más?
Tragando, logro decir—: No lo creo. Voy a ver departamentos.Después de registrarme en un motel y dormir una siesta.
—¿Departamentos? ¿Motel? Paula, sólo ven aquí y quédate conmigo.
Tengo una casa enorme y definitivamente puedo trabajar con el problema de mi volumen durante el sexo si eso significa tenerte como compañera.
Su departamento sería ideal, está perfectamente ubicado en La Jolla, entre la playa y el campus, pero ahora que mi plan está formado, es irrompible. —Sé que sueno como un psicópata, Helena, pero lo prometo, te explicaré por qué quiero hacerlo de esta forma.
Después de un largo latido, puedo sentir su conformidad y para Helena, eso era extraordinariamente fácil. Debo haber sonado tan determinada como me siento. —Bien, te amo, Terroncito de Azúcar.
—También te amo.
Helena me envía por correo una lista de lugares para ver, con sus ideas y comentarios de cada uno. Estoy segura que llamó al agente de bienes raíces de sus padres y la tuvo buscando cosas que encajaran en sus especificaciones de seguridad, espacio y precio, pero aunque ella no sabe dónde quiero vivir, estoy tan agradecida por las tendencias entrometidas de Helena que casi me dan ganas de llorar.
El primer departamento que veo es lindo y definitivamente en mi rango de precio, pero demasiado lejos de la UCSD. El segundo está lo suficientemente cerca que puedo caminar pero está justo enfrente de un restaurant Chino. Debato por una hora entera antes de decidir que no hay forma de que pueda soportar oler a kung pao las veinticuatro horas del día.
El tercero está listado como ―acogedor, amueblado, sobre un garaje, en un silencioso vecindario residencial y a dos manzanas de una parada de autobús que lleva directamente a la universidad. Y gracias a Dios, porque después de pagar la factura a largo plazo del aparcamiento del aeropuerto que tuve al regresar, no hay manera de que sea capaz de pagar un permiso de estacionamiento en el campus. Estoy aliviada de que el departamento fuera listado esta mañana, porque estoy segura de que será pedido rápidamente. Helena es una diosa.
La calle está llena de árboles y me detengo frente a la gran casa amarilla. Una amplia zona con césped se extiende a ambos lados de la calzada de piedra y la puerta principal está pintada de un verde intenso.
Quien sea que vive ahí tiene una manía con las plantas, porque el jardín está impecable, los macizos de flores germinando.
Me recuerda al Jardin des Plante, y el día que pasé allí con Pedro, aprendiendo —y rápidamente olvidando— el nombre de cada cosa en francés, caminando por horas con mi mano en la suya y la promesa de un futuro donde pudiera hacer eso con él cuando quisiera.
La dueña de la casa, Julianne, me lleva dentro y está tan cerca de la perfección como puedo imaginar. Es pequeño, pero cálido y lindo, con paredes de color canela y adornos en blanco. Un sofá color crema está ubicado en el centro de la sala de estar. Una esquina da paso a una pequeña cocina con ventanas que dan al patio compartido. El piso abierto me recuerda tanto al departamento de Pedro que por un doloroso latido, tengo que cerrar los ojos y tomar una respiración profunda.
—Una habitación —dice y cruza la habitación para encender la luz.
La sigo y doy una mirada dentro. Una cama doble llena casi todo el espacio, un conjunto de estanterías blancas suspendidas arriba.
—El baño está ahí. Normalmente me voy antes de que salga el sol, así que puedes aparcar aquí atrás.
—Gracias —le digo.
—El armario es pequeño, hay una horrible presión de agua y te garantizo que los adolescentes que se encargan del césped serán unos cerdos cuando te vean, pero es lindo y tranquilo, hay una lavadora y secadora en el garaje que puedes usar cuando necesites —dice.
—Es perfecto —digo, mirando alrededor—. Una lavadora y secadora suenan como el cielo y definitivamente puedo manejar a unos adolescentes cerditos.
—¡Genial! —dice, sonriendo ampliamente y por un pequeño y desesperado latido, puedo imaginarme viviendo aquí, tomando el autobús a la escuela, comenzando a descifrar mi vida en el dulce estudio arriba del garaje. Por favor, déjeme mudarme ahora mismo, quiero decirle.
Pero claro, ella es sensata y con una pequeña disculpa en los ojos me pide que llene el reverse de un cheque. —Estoy segura que irá bien — dice con un guiño.
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