jueves, 30 de octubre de 2014

CAPITULO 22



Me pongo de pie, tropezando con él antes de que tenga tiempo de salir de su asiento y prácticamente caigo en el pasillo. Estoy recibiendo miradas de los demás pasajeros, miradas de shock, lástima y asco, pero sólo deberían estar contentos de que me las arregle para aferrarme a mi bolsa de vómito cuando me lancé hacia el pasillo. A pesar de que tengo que concentrarme en caminar mientras tropiezo hacia el cuarto de baño, en mi mente les devuelvo las miradas. 


¿Han estado alguna vez enfermos en un avión lleno con quinientas personas, entre ellas su nuevo esposo extranjero? ¿No? Entonces, pueden cerrar su maldita boca.


Una pequeña misericordia es el baño vacío a pocas filas y empujo para abrir la puerta, prácticamente colapsando dentro. Me deshago de la bolsa en el pequeño bote de basura y me tiro al suelo, inclinándome sobre el inodoro. El aire frío sopla mi cara y el líquido azul en el cuenco es suficiente para provocarme arcadas de nuevo. Estoy temblando con fiebre, involuntariamente gimiendo con cada exhalación. Sea cual sea el insecto que me picó, entró como un tren corriendo por la pista y golpeó un edificio a toda velocidad.


Hay momentos en la vida en que me pregunto si las cosas pueden empeorar. Estoy en un avión, con mi nuevo esposo, cuyo entusiasmo por toda esta cosa parece estar decayendo, y es en este momento de profunda lástima que registro, con horror absoluto, que también acaba de comenzar mi periodo.


Bajo la mirada a mis pantalones blancos y ahogo un sollozo cuando tomo un poco de papel higiénico, doblándolo y colocándolo en mi ropa interior. Me pongo de pie y mis manos son bruscas y débiles cuando me saco mi sudadera, atándola alrededor de mi cintura. Salpico un poco de agua en mi cara, cepillo mis dientes con el dedo y casi tengo arcadas, mientras mi estómago se revuelve en advertencia.


Esto es una pesadilla.


Un golpe silencioso aterriza en la puerta, seguido por la voz de Pedro—: ¿Paula? ¿Estás bien?


Me apoyo en la pequeña barra mientras alcanzamos un pequeño grupo de turbulencia y el efecto dentro de mi cuerpo se magnifica. Casi me desmayo por la sensación de mi estómago cayendo en el aire.


Después de un golpe, abro un poco la puerta. —Estoy bien.


Por supuesto que no estoy bien. Estoy horrorizada, y si pensaba que podía escapar del avión arrastrándome en este inodoro, podría tratar.


Parece preocupado… y drogado. Sus párpados están pesados, sus parpadeos son lentos. No sé lo que tomo para dormir, pero sólo estuvo noqueado por una hora, y se mueve más o menos como si fuera a caerse.


—¿Puedo ofrecerte algo? —Su acento es más grueso con su somnolencia, sus palabras más difíciles de seguir.


—No, a menos que tengas una farmacia en tu equipaje de mano.


Sus cejas se juntan. —Creo que tengo ibuprofeno.


—No —le digo, cerrando los ojos por un instante—. Necesito… cosas de chicas.


Pedro parpadea lentamente una vez más, la confusión hace fruncir su ceño aún más. Pero entonces, parece entender, ampliando mucho los ojos. —¿Es por eso que estás vomitando?


Estuve a punto de reír por la expresión de su rostro. La idea de que podría sufrir el período y vomitar cada mes parece horrorizarlo por mi.


—No —contesto, sintiendo como mis brazos empiezan a temblar por el esfuerzo de estar derecha—. Sólo una fabulosa coincidencia.


—¿No… tienes nada? ¿En tu bolso?


Dejo salir lo que tiene que ser el suspiro más pesado conocido por el hombre. —No —digo—. Estaba un poco… distraída.


Asiente, frotándose la cara, y cuando baja la mano, se ve más despierto y decidido. —Quédate aquí.


Cierra la puerta con un determinado clic, le oigo llamar a una azafata y me hundo sobre el asiento del inodoro, apoyando los codos sobre las rodillas y la cabeza entre las manos mientras lo escucho a través de la puerta.


—Siento molestarla, pero mi esposa… —dice, y luego se detiene. Con la última palabra que dice, mi corazón comienza a martillar—. ¿La que se enfermó? Ha empezado su… ¿ciclo? Y me pregunto si guarda algún tipo, o mejor dicho, si tiene… algo. 


Verá, todo esto sucedió un poco rápido y empacó con prisa, y antes de eso estábamos en Las Vegas. No tengo idea de por qué vino conmigo, pero en serio no quiero arruinar esto. 


Y ahora necesita algo. ¿Puede, uh... —tartamudea, y luego simplemente dice—: prestarle quelque chose 6? —Me tapo la boca mientras continúa divagando. Daría cualquier cosa en este momento para ver la expresión de la azafata al otro lado de la puerta—. Es decir, para que use — continúa—. No pedir prestado, porque no creo que funcionen de esa manera.


Oigo la voz de una mujer preguntando—: ¿Sabe si necesita
tampones o toallas?


Oh Dios. Oh Dios. Esto no puede estar pasando.


—Um… —Le oigo suspirar y luego decir—: No tengo ni idea, pero te daré cien dólares para poner fin a esta conversación y que me des de ambos.


Esto es oficialmente lo peor. Sólo puede mejorar.


6 Cualquier cosa.

CAPITULO 21



La rampa está llena con un extraño zumbido que se quedará en mi cabeza durante horas. Pedro camina detrás de mí, y me pregunto si mis pantalones son demasiado apretados, mi cabello demasiado desordenado. Puedo sentirlo mirándome, quizás chequeándome ahora que invadiré su vida real. Quizás reconsiderándolo. La verdad es que no hay nada romántico en abordar un avión, volar durante quince horas con un virtual desconocido. Lo emocionante es la idea. No hay nada escapista o brillante sobre aeropuertos sobrepoblados o aviones donde no cabe un alfiler.


Guardamos las maletas, tomamos nuestros asientos. Estoy en medio, él está en el pasillo y hay un hombre mayor leyendo un periódico junto a la ventana, cuyos codos presionan en mi espacio, afilado pero de manera inconsciente.


Pedro ajusta el cinturón, y luego lo ajusta de nuevo antes de alcanzar la ventilación. Lo apunta hacia sí mismo, y luego a mí y luego a sí mismo otra vez antes de apagarlo. Enciende la luz, y sus manos caen de nuevo en su regazo, inquieto. 


Por último, cierra los ojos y cuento mientras toma diez
respiraciones profundas.


Oh, mierda. Es un pasajero nervioso.


Soy la peor persona posible en este momento, porque no hablo libremente, ni siquiera en momentos como éste cuando se requiere cierta tranquilidad. Me siento desesperada por dentro y mi reacción a lo ―frenético es estar completamente inmóvil. Soy el ratón en el campo y se siente como si cada situación desconocida en mi vida es un águila volando encima de mí. De repente, es cómico que haya decidido hacer esto.


Se realizan los anuncios, se prepara el desastre, el avión apaga sus luces y sube fuertemente a través del cielo nocturno. Tomo la mano de Pedro, es lo menos que puedo hacer, y la agarra con fuerza.


Dios, quiero hacer esto mejor.


Unos cinco minutos más tarde, su mano se relaja y luego se desliza débilmente de la mía, cargada de sueño. Tal vez si le hubiera dado más atención, o si lo hubiera dejado hablar más la noche que nos conocimos, habría sido capaz de decirme lo mucho que odia volar. Tal vez entonces pudo haberme dicho que tomaba algo para ayudarle a dormir.


Las luces de la cabina se apagan y ambos hombres a mi lado están profundamente dormidos, pero mi cuerpo parece ser incapaz de relajarse.


No es un sentimiento normal, estar tensa o algo así. Es como tener fiebre,estar inquieta en mi propia piel, incapaz de encontrar una posición cómoda.


Saco el libro que ciegamente metí en mi equipaje de mano;
desafortunadamente, es el libro de memorias de una famosa presidenta ejecutiva; un regalo de graduación de mi padre. La portada, una foto de ella de pie en un sencillo traje contra un fondo azul claro, no hace nada para estabilizar mi estómago agrio. En su lugar, leo cada palabra de seguridad insertada del avión y la revista SkyMall en el bolsillo del asiento frente a mí, y luego robo la revista de la aerolínea del bolsillo de Pedro y le echo un vistazo.


Todavía me siento horrible.


Levantando las piernas, presiono la frente a mis rodillas, tomando tanto aire como sea posible. Trato de respirar profundamente, pero nada parece ayudar. Nunca antes he tenido un ataque de pánico, así que no sé lo que se siente, pero no creo que sea esto.


Espero que no sea así.


Es sólo cuando la azafata me entrega un menú, y ambas opciones, salmón o tortellini, hacen que se me revuelva el estómago es que me doy cuenta de que lo que estoy sintiendo no son sólo nervios. Ni siquiera es el surgimiento del dolor de cabeza con resaca; es otra cosa. Mi piel está caliente y demasiado sensible. Mi cabeza flota.


La comida es llevada dentro de la cabina, el olor a salmón, patatas y espinacas es tan penetrante y espeso que estoy jadeando, estirándome en mi asiento para acercarme a la fina corriente de aire frío. No es suficiente. Quiero escapar al baño, pero inmediatamente sé que no voy a lograrlo. Antes de que pueda despertar a Pedro, estoy desesperadamente cavando en el bolsillo del asiento frente a mí por una bolsa para el mareo, apenas consiguiendo abrirla antes de inclinarme y soplar violentamente adentro.


No hay nada peor que este momento, estoy segura de ello. 


Mi cuerpo está a cargo, y no importa lo mucho que mi cerebro le dice que se calle, para vomitar como una correcta dama, en maldito silencio, no lo haré. Gimo, sintiendo otra ola golpeándome, y a mi lado Pedro se despierta con una sacudida. Presiona la mano en mi espalda y su agudo ―¡Oh, no! 


trae mi humillación a la superficie.


No puedo dejar que me vea así.