sábado, 25 de octubre de 2014
CAPITULO 10
Y entonces recuerdo ser cargada al dormitorio, con Pedro
besándome salvajemente y lamiendo cada centímetro de mi cuerpo, chupando y mordiendo. Recuerdo que rodamos de la cama al suelo, tirando una lámpara. Recuerdo, muchas horas después, verlo colocarse un condón, con el torso desnudo cerniéndose sobre mí. No creo nunca haberme sentido tan ávida de algo, como cuando tenía el peso de él sobre mí. Fue perfecto: deslizándose cuidadosamente, incluso tan borrachos como estábamos, meciéndonos en arcos pequeños, perfectos hasta que me encontraba sudorosa y frenética debajo de él. Recuerdo el gemido que hizo cuando consiguió acabar, y como rodo sobre mí, con mi
vientre plano contra el colchón, sus dientes al descubierto en mi cuello.
Dejando una de las tantas marcas.
Pedro me observa del otro lado de la mesa, una pequeña, y sonrisa cómplice curvando su boca. —¿Y bien? ¿Lo hice?
Abro la boca para hablar, pero con la mirada traviesa en sus ojos, tal vez ambos recordamos cuando me levantó contra la pared, empujando de nuevo en mí. ¿Dónde estuvimos que me trasladó a la pared? Recuerdo lo duro que fue el sexo entonces, cómo una pintura voló a un par de metros de distancia, cómo me dijo cuán perfecta me sentía. Recuerdo el sonido de copas cayendo y rompiéndose cerca de la barra, el sudor de su esfuerzo deslizándose por mis pechos.
Recuerdo su cara, su mano presionada plana en un espejo detrás de mí.
Pero no, eso fue un momento diferente.
Jesús, ¿cuántas veces tuvimos sexo?
Siento que mis cejas se elevan. —Guau.
Sopla una respiración a través de su taza; a las ondas vapor frente a él. —¿Umm?
—Sí, supongo que lo hiciste... lo disfrutaste. Debemos haberlo hecho un montón.
—¿Cuál fue tu favorito? ¿La sala de estar, o la cama, o en el suelo, o en la cama, o en la pared, o en el espejo, o en la barra, o en el suelo?
—Shhh —susurro, levantando mí taza para tomar más
cuidadosamente otro sorbo de café. Sonrío en la taza—. Eres raro.
—Creo que necesito un yeso para mi pene.
Toso y me rio, casi enviando el contenido de mi boca llena de café caliente por la nariz.
Pero cuando levanto la servilleta a mi boca, la sonrisa de Pedro desaparece. Está mirando mi mano.
Mierda, mierda, mierda. Sigo usando el anillo. No puedo ver sus manos debajo de la mesa ahora, y el sexo loco que tuvimos anoche es oficialmente la menor de mis preocupaciones. Ni siquiera hemos empezado a hablar de la verdadera cuestión: cómo desenredarnos de esta noche de borrachera. Cómo arreglarlo. Es mucho más que sentirte aliviado por usar condones y tener una despedida incómoda. Una salvaje aventura de una noche no es jurídicamente vinculante a menos que seas lo suficientemente estúpido como para casarte, además.
Así que ¿por qué no me quité el anillo tan pronto como lo noté?
—Yo n-no… —empiezo, y lleva la mirada hasta mi cara—. Yo no quería quitármelo y perderlo. En caso de que fuera real o... perteneciera a alguien.
—Te pertenece a ti —dice.
Aparto la mirada, observando la mesa, y noto dos anillos de boda allí, entre el salero y el pimentero. Son anillos de hombre. ¿Uno es el suyo? Oh, Dios.
Empiezo a quitarme el mío pero Pedro me alcanza a través de la mesa, calmándome, y entonces levanta la otra mano, su dedo aún adornado con un anillo, también. —No te avergüences. No quería perderlo, tampoco.
Esto es demasiado raro. Quiero decir, demasiado raro para mí. La sensación es como ser arrastrada abajo por una violenta ola. De repente me impacta el pánico al saber que estamos casados, y no es sólo un juego. Él vive en Francia, me voy a mudar en unas pocas semanas.
Hemos conseguido hacer un gran lío. Y, oh, Dios mío, no puedo querer esto. ¿Estoy loca? ¿Y cuánto cuesta salir de este tipo de cosas?
Me empujo de la mesa, necesitando aire, necesitando a mis amigas.
—¿Qué harás sobre esto? —pregunto—. ¿Y los otros? —Como si tuviera que aclarar a que me refiero.
Pasa una mano por su cara, y mira por encima del hombro como si los chicos todavía puede que estén allí. Volviendo de nuevo a mí, dice—: Ellos se encuentran en el vestíbulo, creo. Y me imagino que tus chicas planean volver a casa.
Casa. Gimo. Tres semanas viviendo en casa con mi familia, donde incluso el parloteo adorable de mis hermanos jugando al Xbox no puede ahogar al aguafiestas de mi padre. Y luego gimo de nuevo: mi padre. ¿Y si se entera de esto? ¿Seguiría ayudándome a pagar por mi apartamento en Boston?
Odio depender de él. Odio hacer algo que desencadene la sonrisita vertiginosa que lleva cuando logra decirme que lo estropeé. También odio el hecho de que podría vomitar ahora mismo. El pánico comienza hirviendo lento en mi estómago, al igual que destellos calientes a través de mi piel. Mis manos se sienten húmedas y un frío sudor aguijonea mi frente.
Debo encontrar a Lola y Helena. Debo irme.
—Probablemente debería encontrar a las chicas y prepárame antes de que nosotras... —Agito la mano vagamente en dirección a los ascensores y me pongo de pie, sintiéndome enferma por un conjunto totalmente diferente de razones ahora.
—Paula —dice, tratando de alcanzar mi mano. Saca un grueso sobre de su bolsillo y me mira—, tengo algo que necesito darte.
Y ahí está mi carta perdida.
CAPITULO 9
Y lo están haciendo, finalmente: la forma en que nos estrellamos en la habitación del hotel, riendo y cayendo al suelo justo en la puerta de entrada. Él rodó sobre mí juguetonamente para comprobar si tenía raspaduras, besando a lo largo de mi cuello, mi espalda, la parte trasera de mis muslos. Me desnudó con los dedos, dientes y palabras, besando mi piel. Mucho menos ingeniosamente lo desnudé, impacientemente, casi rasgando la camisa de su cuerpo.
Cuando levanto la mirada y me encuentro con sus ojos, se frota la parte posterior de su cuello, sonriendo y disculpándose. —Si lo que siento hoy es una indicación, nosotros, ah... nos tomamos un largo tiempo.
Siento el calor de mi cara, al mismo tiempo que mi estómago se retuerce. Esta no es la primera vez que escucho ese pequeño comentario.
—Lo siento, mi cuerpo es algo... difícil de complacer. Lucas solía trabajar una eternidad para conseguir que acabara y las primeras veces que estuvimos juntos, a veces sólo fingiría que me venía para que no sintiera que había fracasado.
Oh, Dios mío qué he hecho ¿acabo de decir todo eso en voz alta?
Pedro arruga la nariz con una expresión que no he visto en él aún y que es el retrato de adorable confusión. —¿Qué? No eres un robot, a veces se necesita tiempo. Disfruté bastante encontrando la manera de darte placer. —Luego hace una mueca, luciendo aún más compungido—. Temo que él que se tomó una eternidad fui yo. Había bebido un montón.Además... ambos queríamos más después de cada vez... siento como si hubiera hecho un millón de abdominales.
Y tan pronto como lo dice, sé que tiene razón. Incluso ahora, mi cuerpo se siente como un instrumento que fue perfectamente tocado durante horas la noche anterior, y me parece haber conseguido mi deseo: Anoche tuve una vida diferente. Tuve la vida de una mujer con un amante salvaje, atento. Por debajo de la bruma de mi resaca, me siento estirada y trabajada, es el tipo de satisfacción que parece llegar al centro de mis huesos y la parte más profunda de mi cerebro.
Recuerdo ser cargada al sofá en el salón, más tarde, cuando Pedro terminó lo que empezó en el pasillo de la sala de estar. La sensación de sus manos mientras empujaba mi ropa interior a un lado, deslizando sus dedos una y otra vez sobre mi piel sensible, caliente.
—Eres tan suave —me dijo en un beso—. Estás suave y húmeda y me preocupa sentirme demasiado salvaje para este pequeño y dulce cuerpo.—Sacudió su mano y se ralentizó, tirando de mi ropa interior todo el camino por mis piernas, quitándola y tirándola al suelo—. Primero haré que te sientas bien. Porque una vez que entre en ti, sé que me voy a perder a mí mismo —dijo, riendo, haciendo cosquillas a mis caderas, mordisqueando mi mandíbula mientras su mano se deslizaba por mi estómago, y de nuevo entre mis piernas—. Dime cuando se siente bien.
Lo dije casi inmediatamente, cuando presionó sus dedos contra mi clítoris, deslizándolos una y otra vez hasta que empecé a temblar, rogar, y alcancé sus pantalones. Los empujé con torpeza, sin desabotonarlos, queriendo sólo sentir la fuerte pulsación de él en mi mano.
Me estremezco cuando mi cuerpo recuerda el primer orgasmo y cómo él no se detuvo, provocándome otro, antes de que lo alejara y saliera de la cama para yo así tomarlo en mi boca.
Pero no recuerdo cómo terminó. Creo que se vino. De repente me consumió el pánico. —En la sala de estar, ¿lo hiciste...?
Sus ojos se abren brevemente antes de iluminarse divertidos. —¿Qué crees?
Es mi turno para arrugar la nariz. —¿Creo que sí?
Se inclina hacia delante, apoyando el puño en su mentón.
—¿Qué recuerdas?
Oh, el pequeño hijo de puta. —Sabes lo que pasó.
—¿Tal vez lo olvidé? Tal vez quiero escuchar que me lo digas.
Cierro los ojos y recuerdo cómo se sentía la alfombra en mis rodillas desnudas, la forma en que inicialmente tuve problemas para acostumbrarme a la gran sensación de tenerlo en mi boca, sus manos en mi pelo, sus muslos temblando contra mis palmas.
Cuando levanto la vista y todavía me está mirando, recuerdo
exactamente cómo se veía su cara la primera vez que se vino contra mi lengua.
Alcanzando mi café, lo levanto a mis labios y tomo un gigante e hirviente trago.
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