domingo, 9 de noviembre de 2014

CAPITULO 44




Pedro trabaja, haciendo todo lo posible para pasar cualquier tiempo que pueda conmigo, mientras finjo mis días con él y esta novela que acabo de descubrir, llamada ―El Tiempo de Ocio, no va a ser pronto una cosa del pasado. La negación es mi amigo.


Lo que estaba molestándolo parece haberse arreglado; está más feliz, menos ansioso, nuestra vida sexual se ha vuelto decididamente más caliente y menos torpe, y ni Perry ni su visita nocturna se volvió a mencionar.


Una mañana, se levanta temprano, removiendo cosas en la
pequeña cocina. Pero en lugar de darme un beso de despedida y salir por la puerta, me saca de la cama, coge una manzana con una mano y una pequeña taza de café expreso con la otra, y me dice que tenemos el día libre; todo un domingo por delante de nosotros. Entusiasmo calienta mi sangre y hace que me despierte más rápido que con el penetrante olor del café que llena el pequeño apartamento.


Doy un mordisco a la fruta, sonrío mientras nos prepara un picnic, y lo sigo de vuelta a la habitación para verlo vestirse. 


Estoy fascinada por la forma en que tan cómodamente se encarga de su cuerpo mientras se pone el bóxer y luego sus pantalones, por la forma en que sus dedos se deslizan por cada botón de su camisa. Estoy tentada de sacar su ropa sólo para verlo poniéndosela todo de nuevo.


Me mira, me atrapa observándolo, y en lugar de poseerle de la forma que quiero, aparto la mirada, veo por la ventana, y trago mi expreso en un caliente y perfecto trago.


—¿Por qué siempre eres tan tímida conmigo? —pregunta,
poniéndose detrás de mí—. Después de todo lo que hicimos anoche.


Anoche bebimos una gran cantidad de vino después de la cena y me sentía salvaje, fingiendo ser una estrella de cine en la ciudad por sólo una noche. Él era mi guardia de seguridad, acompañándome a mi piso para protegerme… y luego seducirme. Es extraño cómo puede ser imposible contestar una pregunta tan simple. Soy tímida. No es una cualidad que sale de mí en ciertas situaciones, es mi base. 


La magia no es el por qué aparece con él; es la forma en que se va tan fácilmente.


Pero sé lo que está diciendo; soy impredecible en su presencia. Hay noches como la de a principios de esta semana, donde es fácil hablar durante horas —como si fuéramos extraños que nos hemos conocido durante años. Y luego están los momentos como este, cuando debería ser más fácil que cualquier cosa, y me alejo, dejando que la energía entre nosotros flaquee.


Me pregunto si piensa que se casó con una chica con dos
personalidades: la zorra y la fea del baile. Pero antes de que pueda dejar que los pensamientos me consuman, siento el pulso caliente de sus labios en la parte trasera de mi cuello. —Hoy finjamos que estamos en nuestra primera cita, chica tímida. Voy a intentar impresionarte, y tal vez más tarde, me dejarás darte un beso de buenas noches.


Si sigue pasando sus manos por mis costados de la manera en que lo está haciendo, y lambiendo el punto sensible justo debajo de mi oído, podría dejarlo continuar antes de incluso salir del apartamento.


Pero está cansado de estar en casa, así que me dirijo a la cómoda.


Es su turno para verme vestir, y no oculta su admiración mientras saco la ropa interior, un sujetador, una camiseta blanca y una falda larga. Una vez que estoy vestida, silba suavemente y se pone de pie, acercándose y ahuecando mi cara entre sus manos. Con dos dedos, aparta mi oscuro flequillo para poder mirar con más claridad a mis ojos. Una y otra vez, buscando.


—En realidad eres la mujer más hermosa que he visto en mi vida. — Besa la comisura de mi boca y añade—: Todavía no se siente real,¿verdad?


Pero entonces sonríe como si esta verdad —que tan sólo tengo unas semanas aquí— no le molestara en absoluto.
¿Cómo lo haces? Quiero preguntarle. ¿Cómo puede divertirte todo esto?



*****


Me siento adorada y abrigada en el medio círculo de su brazo mientras nos dirigimos hacia el metro y pasamos junto a su motocicleta, que se encuentra estacionada en la acera. 


Su mano libre lleva la bolsa con el almuerzo y la hace girar mientras camina. Tararea una canción, saludando a los vecinos, inclinándose para acariciar a un perro con una correa. El perrito lo mira con grandes ojos marrones, girando como si quisiera seguirlo a casa. Ambos queremos hacerlo, pienso. Ya perturbaba lo suficiente el hecho de que eligiera esa profesión —leyes— pero luego no hiciera algo salvaje y libre con ello como ayudar a ancianas o ser el divertido instructor de leyes que grita y salta sobre las mesas.


—¿A dónde vamos? —le pregunto, mientras cogemos el metro hacia Châtillon.


—A mí lugar favorito.


Choco su hombro con el mío, una reprimenda juguetona por no decirme nada, pero por dentro me encanta. Me encanta que haya planeado esto, incluso si sólo lo planeó cuando salió el sol esta mañana.


Cambiamos de metro en Invalides y todo el proceso se siente tan familiar —esquivando otros cuerpos a través de los túneles, siguiendo las indicaciones, subiendo a otro metro sin siquiera pensarlo— que estoy sorprendida con el doloroso pensamiento de que no importa lo mucho que esté empezando a sentirse de esa manera, este lugar no es realmente mi casa.


Por primera vez desde que llegué hace casi un mes, sé con absoluta certeza que no me quiero ir.


La voz de Pedro llama mi atención. —Ici22 —murmura, tomando mi mano y tirando de mí cuando las puertas dobles se abren con un silbido ruidoso.


Nos levantamos para salir del metro y andamos un par de cuadras hasta que la vista aparece y me paro sin darme cuenta, mis pies plantados en la acera.


Había leído sobre el Jardin des Plantes en las guías turísticas que Pedro me dejó, o en los pequeños mapas de París que encontré metidos en mi bolso de mensajero. Pero en todos mis días explorando la ciudad, no he ido, y él debe saberlo, porque aquí estamos, de pie delante de lo que debe ser el jardín más hermoso que he visto en mi vida.


Parece extenderse por kilómetros, con un césped tan verde que parece casi fluorescente, y flores de colores que no creo haber visto nunca antes en la naturaleza.


Caminamos por los sinuosos senderos, absorbiendo todo. 


—Cada flor que crece en suelo francés está representado en este jardín —me dice con orgullo, y en la distancia, veo los museos ubicados en los terrenos: uno de evolución, otro para mineralogía, paleontología y entomología. Tales ciencias honestas y puras, expresadas en arcos de mármol y paredes de vidrio, nos recuerdan a cada uno cuán nobles somos.


Todo en mi visión es tierra y suelo, pero por lo colorido, mis ojos nunca dejan de moverse. A pesar de que me quedo mirando un espeso lecho de violetas y lavandas, mi atención va más lejos, hacia una parcela de caléndulas y zinnias.


—Deberías ver la… —Pedro deja de caminar y duda, presionando dos dedos en sus labios mientras piensa la palabra en inglés. A pesar de que rara vez se esfuerza por traducir algo, no puedo dejar de obsesionarme con los momentos en que lo hace. Puede ser debido al pequeño cloqueo de su lengua, o por la forma en que generalmente se da por vencido y dice la palabra en un suave francés. —¿Coquelicots? — dice—. Una delicada flor de primavera. Es roja, pero a veces también de color naranja o amarilla.


Niego con la cabeza, sin saber.


—Antes de que florezca, los brotes parecen testículos.


Riendo, conjeturo—: ¿Amapola?


Asiente, chasqueando su dedo y mirándome tan contento que bien podría haber plantado todas esas flores aquí mismo. —Amapolas. Deberías ver las amapolas de aquí en primavera.


Pero la idea se disuelve en el aire entre nosotros, y sin nuestro reconocimiento; toma mi mano de nuevo para seguir caminando.


Señala todo delante de nosotros: flores, árboles, aceras, agua, construcciones, piedras —y me dice las palabras en francés, haciéndome repetirlas de una manera que parece ponerse más urgente, como si con mi poco conocimiento no fuera capaz de subirme en un avión e irme en unas pocas semanas.


Dentro de la bolsa, Pedro ha incluido pan, queso, manzanas y pequeñas galletas de chocolate; nos sentamos en un banco a la sombra —no podemos hacer un picnic aquí en la hierba— y devoramos la comida como si no hubiéramos comido en días. Estar cerca de él me da hambre de tantas dolorosas y deliciosas maneras, y cuando lo veo levantar el pan de la bolsa y comer un bocado, los músculos de su brazo tensándose con el movimiento, me pregunto cómo me tocará por primera vez cuando lleguemos a su apartamento.


¿Va a usar las manos? ¿O utilizará los labios y dientes,
mordisqueándome de esa manera suya? ¿O estará tan impaciente como yo, removiendo la tela lo suficientemente rápido como para que pueda ponerse sobre mí, dentro de mí, y moverse con urgencia?


Cierro los ojos, saboreando el sol y la sensación de sus dedos deslizándose por mi espalda, enroscándose alrededor de mi hombro.


Habla por un rato sobre lo que le gusta del parque —la arquitectura, la historia— y, finalmente, deja que las palabras se desvanezcan cuando unas cuantas aves se ponen sobre nosotros, aleteando y trinando en los árboles. Por un perfecto minuto, puedo imaginar esta vida: los soleados domingos en el parque con Pedro y la promesa de su cuerpo sobre el mío cuando el sol se ponga.



22Aquí en francés.

CAPITULO 43




La brisa del atardecer riza mi cabello y las puntas cosquillean mi barbilla mientras el olor a pan y cigarrillos se desplaza desde un café que pasamos en nuestro camino al metro.


Echo un vistazo por encima del hombro a las filas de motos
aparcadas junto a la acera. —¿Dónde está tu moto? —le pregunto.


—En casa —dice con sencillez—. La dejé antes así podría caminar contigo.


No dice esto para ganarse una reacción, por lo que se pierde la forma en que mis ojos se vuelven hacia él. No hablamos de la noche del accidente, aunque se siente como un compañero constante en cualquier momento en que abordamos el tema de la escuela y la vida por delante.


Pero me ha mostrado que siempre fue consciente de lo sucedido y nunca me presionó, a diferencia de mi padre, que me consiguió una moto para mi primer cumpleaños fuera del hospital y en varias ocasiones me sugirió que volviera a la caballería. La franqueza de Pedro sigue siendo algo que me toma por sorpresa. Donde yo tiendo a darle muchas vueltas a todo lo que digo —preocupándome por si voy a ser capaz de decirlo— Pedro no tiene filtro. Las palabras parecen salir de su brillante boca sin siquiera
pensarlas dos veces. Me pregunto si siempre ha sido tan espontáneo, si es así con todos.


La parte con mayor actividad del día ha venido e ido, pero seguimos siendo afortunados por encontrar asientos juntos. 


Nos sentamos al lado del otro en el tren lleno de gente, y veo nuestro reflejo en la ventana de enfrente de nosotros. 


Incluso en el vidrio sucio y bajo las molestas y a menudo parpadeante luces fluorescentes, es imposible no ver lo hermoso que es. Es un adjetivo que nunca he usado para describir a un hombre, pero a medida que lo miro, observando los ángulos de la mandíbula, la prominencia de sus pómulos compensada por su boca suave, casi femenina, es lo único que parece adaptarse.


Él se aflojó la corbata y desabotonó la parte superior de su camisa para ofrecer un triángulo de piel lisa y bronceada. La camisa abierta enmarca su cuello largo y la sugerencia tentadora de clavícula asoma lo suficiente para hacer que me pregunte por qué nunca antes pensé en las clavículas como algo sexy.


Como si sintiera mi mirada, los ojos de Pedro se apartan del camino borroso que pasa al otro lado de la ventana, y encuentran los míos en el vidrio. Nuestros reflejos se sacuden por el movimiento del tren y Pedro también me observa y una sonrisita cómplice levanta las comisuras de su boca. ¿Cómo es posible sentarnos así en un silencio calmo y agradable, cuando hace apenas una hora lo tenía dentro de mí y mis manos se hallaban resbaladizas por el sudor mientras mis dedos luchaban por alcanzar el grifo?


Más pasajeros suben en la siguiente parada y Pedro se mueve, dándole su asiento a un señor mayor con pesadas bolsas en cada mano.


Comparten algunas palabras en francés, que obviamente no entiendo, y él toma el lugar frente a mí, con el brazo derecho levantado para agarrar la barandilla suspendida del techo.


Me da una vista excepcional de su torso y la parte delantera de sus pantalones de vestir. ¡Qué rico!


El sonido de risas me llama la atención y veo un grupo de chicas sentadas sólo a unas pocas filas de distancia. 


Probablemente están en la universidad, creo, y sólo son unos pocos años más jóvenes que yo. Son demasiado viejas para la escuela secundaria, pero es evidente que todavía son estudiantes. Están sentadas con sus cabezas apretadas y si sus risitas silenciosas y las miradas con los ojos como platos son una indicación, sé exactamente lo que están viendo. O, más bien, a quién.


Parpadeo hasta encontrarlo mirando al hombre mayor, escuchando, ajeno a las miradas lascivas que lanzan en su dirección.


No las culpo, por supuesto. Si viera a Pedro en un tren, estoy segura que prácticamente me rompería el cuello en un intento de tener una mejor visión, y ahora, la noche en que lo vi al otro lado del bar en Las Vegas se siente como toda una vida atrás. En estos momentos me encuentro con ganas de felicitar a mi ―yo de antes por hacer o decir lo que fuera que llamó la atención de Pedro —y por un acto de Dios o por el alcohol, sigo sin entenderlo— la mantuve. A veces, creo que la ―yo de antes es un genio.


Se ríe, una risa profunda y masculina, por algo que el hombre ha dicho, y que el cielo me ayude, el hoyuelo aparece con toda su fuerza.


Inmediatamente miro por encima como la novia —esposa— celosa en que me he convertido y, efectivamente, cada cabeza en ese grupo de chicas está girada, con los ojos muy abiertos, la boca amplia y derritiéndose por él.


Y a pesar de que no he dicho absolutamente nada, estoy
empezando a preguntarme si cada pensamiento que tengo, de alguna manera, se proyecta sobre una pantalla por encima de mi cabeza. Porque en ese momento Pedro decide mirarme, con los ojos suaves y cálidos mientras estira el brazo para rozar un dedo por mi labio inferior. La posesividad chispea como una llamarada en mi pecho y me vuelvo en su mano, presionando mi boca sobre su palma.


Pedro está radiante cuando el tren se detiene en nuestra estación.


Toma mi mano mientras me levanto y me lleva a la puerta, ajustando su brazo alrededor de mi cintura tan pronto como estamos en la plataforma.


—Dejaste el trabajo temprano —le digo.


Se ríe. —¿Acabas de darte cuenta?


—No. Bueno… Sí. No pensé en eso antes. —Lo que él me contó de su jefe y su trabajo se reproduce como un eco dentro de mi cabeza—. No vas a estar en problemas, ¿verdad?


Se encoge de hombros de esa manera suya, fácil y descuidada. — Puedo trabajar desde casa —dice—. Llegué antes que los demás, e incluso yéndome tan pronto como lo hice, todavía trabajé un día completo.Simplemente no uno de catorce horas. Van a tener que acomodarse.


Pero está claro que todavía no van a tener que acomodarse. Pedro me besa dulcemente cuando entramos en el piso, y luego se mueve a su escritorio y enciende su ordenador portátil. Como si fuera una señal, suena su teléfono y se encoge de hombros como disculpándose antes de contestar con un cortado—: ¿Âllo?21



Oigo una voz masculina profunda en el otro extremo, y entonces, en lugar de su expresión cansada de trabajo, veo una sonrisa feliz propagarse sobre la cara de mi marido. —Hola, Or —dice—. Sí, estamos en casa.


Sacudo la mano, diciéndole que salude a Orlando de mi parte, y luego voy a mi habitación, agarrando mi libro del sofá antes de cerrar la puerta detrás de mí para darles un poco de privacidad.


La cama es amplia y perfecta, y me acuesto de manera
equivocada en ella, tendida como una estrella de mar. 


Puedo oír los sonidos de la calle, y dejo que el olor a pan tostado y ajo se filtre a través de mis sentidos mientras miro mi libro, pensando perezosamente en lo que podríamos hacer para la cena. Pero, por supuesto, no me puedo
concentrar en una sola palabra en la página.


En parte es porque permanece en mi visión la manera en la que Pedro sonrío en el teléfono, o la forma en que su voz sonaba —tan profunda, aliviada, relajada— tan diferente de como lo he escuchado en las últimas semanas. A pesar de que él nunca pareció incómodo, y acabamos de pasar la noche más increíble, sigue siendo un poco formal conmigo, y sólo lo veo ahora con la intimidad de un mejor amigo en el otro extremo de la línea. Es exactamente cómo soy con Lola o Helena: espontánea, sin filtro.


Escucho su voz a través de la puerta, queriendo absorber la
suavidad aterciopelada, su carcajada profunda. Pero entonces le oigo aclararse la garganta y su voz baja. —Ella está bien. Quiero decir, por supuesto, es increíble. —Hace una pausa, y luego se ríe en voz baja—. Sé que piensas eso. Lo pensarás incluso cuando estemos casados durante treinta años.


Mi estómago hace una deliciosa pirueta pero cae incómodamente cuando dice—: No, no he hablado con ella sobre eso. —Otra pausa, y luego, más tranquilo—: Por supuesto que Perry no lo sabe. No quiero que nada de ese lío afecte a Paula—Me detengo, inclinándome más cerca para oír mejor. ¿Por qué no le dijo a Orlando que anoche Perry estuvo aquí golpeando la puerta?


Oigo el desconocido borde de frustración en su voz cuando dice—: Lo haré. Lo haré, Orlando, cállate la puta boca. —Pero luego se ríe de nuevo, eliminando cualquier tipo de tensión de la conversación que estoy escuchando a través de la puerta, y parpadeo, completamente confundida. ¿Cuál es la historia con Perry? ¿Qué es este lío desconocido, las preguntas sin respuesta que rodean el por qué no se encontraba en los Estados, y cómo podría eso afectarme?


Sacudiendo la cabeza para despejarme, me doy cuenta de que o bien tengo que salir y hacerle saber que lo oí, o irme. O las dos cosas. Ya tenemos bastantes secretos no intencionales… por lo menos él los tiene.


Abro la puerta de la habitación, entrando en la sala de estar y poniendo una mano en su hombro. Salta ligeramente al contacto, volviéndose hacia mí y luego levanta mi mano para besarla.


—Puedo oírte —le digo, haciendo una mueca de disculpa, como si la culpa fuera mía—. Voy a ir a la esquina y comprar algo para la cena.


Asiente, con los ojos agradecidos por la privacidad, y luego apunta a su cartera en la mesa de entrada. Lo ignoro y salgo, encontrando que soy capaz de exhalar una vez que estoy en el interior del pequeño ascensor



21¿Diga? En francés.