No hay nada más surrealista que esto, lo juro. Comí ante la ventana,contemplando la vista, y luego me moví a la pequeña ducha de azulejos, donde me afeité y me lavé el cuerpo y el cabello hasta que sentí que cada centímetro de mí había sido lavado lo suficiente. Cuando salgo, el vapor comienza a despejarse, y en un apuro, me doy cuenta que no puedo ir a casa y agarrar las cosas que olvidé de empacar. No tengo ni secadora de pelo, ni plancha. No puedo reunirme con las chicas esta noche para decirles todo. Pedro se ha ido durante el día, y no tengo ni idea de cuándo volverá. Estoy sola, y por primera vez en cinco años, tendré que echar mano a la cuenta de ahorros que he visto crecer con orgullo. Cada uno de mis cheques de la cafetería en la que trabajé durante la universidad se fue directamente a esa cuenta; mamá insistió en ello. Y ahora, eso me permitirá tener un verano en Francia.
Un verano. En Francia.
Mi reflejo en el espejo susurra: ¿Qué demonios estás haciendo?
Parpadeo y cierro los ojos, empujándome a mí misma a modo piloto automático.
Encuentro mi ropa; él ha hecho espacio para mis cosas en su cómoda y armario.
Estás casada.
Me cepillo el pelo. Mis artículos de tocador están desempacados, metidos en uno de los cajones en el baño.
Estás viviendo con tu marido en París.
Comienzo cerrando el apartamento, usando la llave de repuesto que Pedro me dejó justo al lado de un pequeño montón de euros.
Me encuentro a mí misma mirando hacia el papel monetario que no conozco, incapaz de sofocar el malestar que siento con Pedro por haberme dejado dinero. Es una reacción tan visceral, la forma en que mi estómago se tensa ante la idea de vivir de otra persona, supongo que de alguien que no son mis padres, que tengo que poner a un lado hasta que él esté en casa y podamos tener una conversación que no me implique con la cabeza en el inodoro.
En Las Vegas, y luego en San Diego, ambos estábamos en igualdad.
Por lo menos se sentía más así que ahora. Los dos estábamos de vacaciones, sin preocupaciones. Después iría a la escuela, él de vuelta aquí al trabajo, a su vida, a su bien decorado piso. Ahora soy la usurpadora universitaria, sin planes, la chica que necesita instrucciones para llegar al metro, y tomar el dinero a un lado de la puerta.
Dejo el dinero donde está y cruzo el estrecho pasillo hasta el ascensor. Es pequeño, y con apenas más de un metro a cada lado de mí, me acerco y pulso el botón marcado con una estrella y el número uno. Los crujidos se elevan y me estremezco mientras hace su descenso, ruedas y engranajes zumban por encima de mí hasta que aterriza con un golpe seco en la planta baja.
Fuera del departamento, es ruidoso y con mucho viento, caliente y caótico. Las calles estrechas, las aceras hechas de adoquines y empedradas. Empiezo a caminar, deteniéndome en la esquina donde la estrecha calle se abre en lo que debe ser una más amplia, la calle principal.
Hay pasos de peatones, pero no hay reglas claras para peatones. La gente sale de la acera sin mirar. Los coches utilizan sus bocinas con tanta frecuencia como respiro, pero no me parece molesto en lo más mínimo.
Tocan el claxon, luego se mueven. Ahí no parece realmente haber carriles, solo un flujo constante de coches deteniéndose y moviéndose, yendo en un patrón que no entiendo. Los vendedores ambulantes ofrecen pastelillos y botellas de refresco, gente en trajes y vestidos, vaqueros y pantalones de chándal se apresuran más allá de mí como si yo fuese una piedra en un río.
El lenguaje es lírico y rápido... y totalmente incomprensible para mí.
Es como si la ciudad se extendiera deliciosamente ante mí, dispuesta a tirarme al fondo de su intrincado corazón, dentro de una broma. Estoy al instante profundamente enamorada.
¿Cómo no iba a estarlo? Por todas partes doy vuelta por las calles, viendo los set más bellos que he imaginado, como si todo el mundo aquí fuese un escenario, esperando ver que mi historia se desarrolle. No me he sentido de esta forma desde que estuve bailando, perdida, viviendo por ello.
Uso mi teléfono para encontrar la estación del metro de Abbsses, a sólo unas manzanas del apartamento de Pedro, logro ubicar la línea que tengo que tomar, y luego me quedo esperando al tren, luchando por adentrarme en el entorno.
Le envío a Helena y Lola fotos de todo lo que veo: los carteles franceses para un libro que nos encantó a todas, los tacones de seis pulgadas de una mujer que sería más alta que la mayoría de los hombres en el andén, el tren mientras resopla en la estación, llevando el aire caliente del verano y el olor a polvo en los frenos.
Es un corto trayecto hasta el sexto distrito, donde se encuentran los Jardines de Luxemburgo, y sigo a un grupo de turistas parlanchines que parecen tener el mismo destino en mente. Estaba preparada para un parque de césped y flores y bancas, pero no para encontrar unas enormes extensiones de espacio abierto ubicado en el centro de esta bulliciosa y apretada ciudad. No esperaba las amplias calles bordeadas de árboles perfectamente cuidados. Hay flores por todas partes: fila tras fila de flores de temporada, bancas artesanales y flores silvestres, arbustos y flores de encaje de todos los colores imaginables. Fuentes y estatuas de las reinas francesas ofrecen un contraste con el follaje, y las partes superiores de los edificios que he visto sólo en las películas o imágenes se ciernen en la distancia. Personas tomando el sol, estiradas en sillas metálicas o bancas, y niños introduciendo pequeñas embarcaciones en el agua mientras el Palacio de Luxemburgo vela por todo.
Encuentro una banca vacía y tomo asiento, respirando el aire fresco y el aroma del verano. Mi estómago gruñe por el olor del pan en un puesto cercano, pero lo ignoro, a la espera de ver cómo maneja el desayuno primero.
Es entonces cuando me doy cuenta de nuevo que estoy en París. A cinco mil kilómetros de todo lo que conozco. Esta es la última oportunidad que tendré para descansar, sumergirme, crear mi propia aventura, antes de empezar la escuela y marchar con el regimiento de un estudiante a profesional.
Camino cada centímetro del parque, tiro monedas en la fuente, y termino la edición de bolsillo que había escondido en el fondo de mi bolso.
Por el lapso de una tarde, Boston, mi padre y la escuela, ni siquiera existen.
******
Estoy en el punto culminante de mi día. Me detengo en el pequeño mercado de la esquina, con la intención de hacerle la cena a Pedro. Estoy más allá de toda la cosa de Paris, mírame. Aprendiendo a atravesar la barrera del idioma y encuentro que los parisinos no están tan frustrados porque no hablo francés como lo esperaba. Apenas parecen odiarlo cuando lo intento y lo deformo. He sido capaz de lograrlo muy bien con algunos, señalando, sonriendo, y encogiéndome de hombros inocentemente; diciendo: s’il vous plaît12. Al final, me las arreglo para comprar un poco de vino, langostinos, pasta fresca y verduras.
Mis nervios vuelven mientras camino hacia el ascensor desvencijado y a medida que asciende ruidosamente hasta el séptimo piso. No estoy segura de sí todavía va a estar en casa. No sé qué esperar en absoluto.
¿Vamos a continuar donde lo dejamos en San Diego? O ahora es cuando empezamos a… uh… ¿salir? ¿O es que la experiencia de nuestros primeros días lo dejó totalmente fuera de este pequeño experimento?
Me pierdo en la cocina, impresionada por lo pequeña que es. He descubierto su equipo de música y pongo un poco de música francesa con la que bailo felizmente por la cocina. El apartamento huele a mantequilla, ajo y perejil, y cuando entra, mi cuerpo se pone tenso y nervioso cuando le oigo tirar las llaves en el pequeño cuenco de la mesa de entrada, colocando su casco en el suelo.
—¿Hola?
—En la cocina —le respondo.
—¿Estás cocinando? —pregunta, rodeando la esquina en el desván principal del departamento. Se ve lo suficientemente bueno para devorar—. Supongo que te sientes mejor.
—No tienes ni idea.
—Huele maravilloso.
—Está casi listo —le digo, mi pulso comenzando a desacelerarse.
Verlo hace que la emoción dentro de mí florezca tan grande que mi pecho se aprieta.
Pero luego su rostro cae.
—¿Qué es? —Sigo el camino de sus ojos a la cacerola en la estufa donde arrojé las gambas con la pasta y verduras.
Hace una mueca. —Se ve increíble. Es sólo… —Pone la palma en la parte posterior de su cuello—. Soy alérgico al marisco.
Gruño, cubriendo mi cara. —Mierda, lo siento.
—No lo sientas —dice, claramente angustiado—. ¿Cómo lo sabrías?
La pregunta cuelga entre nosotros y ambos miramos a cualquier lugar, excepto al otro. La cantidad de cosas que sabemos del otro parece eclipsada por la cantidad que no conocemos. Ni siquiera sé cómo volver a la fase de introducción.
Da un paso más cerca, diciéndome—: Huele tan bien.
—Quería darte las gracias. —Necesito un impulso antes de poder decir el resto y él mira hacia otro lado por primera vez desde que puedo recordar—. Por cuidarme. Por traerme aquí. Por favor, espera, voy a buscar algo más.
—Iremos juntos —dice, acercándose. Pone las manos en mis caderas pero sus brazos son rígidos y se siente forzado.
—Está bien. —No tengo ni idea de qué hacer con mis propios brazos y en vez de hacer lo que creo que una mujer normal haría en esta situación —ponerlos alrededor de su cuello y acercarlo más— los doblo torpemente a través de mi pecho, tocando mi clavícula con mi dedo.
Sigo esperando que sus ojos estallen con malicia o que me haga cosquillas, burlándose de mí, o algo ridículo propio de Pedro, pero se ve derrotado y tenso cuando pregunta—: ¿Tuviste un buen día?
Empiezo a responder pero entonces saca una mano, excavando en su bolsillo y saca su teléfono, frunciendo el ceño. —Merde.
Esa palabra la conozco. Ha estado en casa por menos de tres minutos y ya sé lo que va a decir.
Me mira y una disculpa llena sus ojos. —Tengo que volver al trabajo.
12 Por favor.