jueves, 13 de noviembre de 2014

CAPITULO 53



Arriba, en nuestro apartamento, le sigo a la cocina y me apoyo contra la encimera mientras mete la mano en el armario por una botella.


Pedro se gira, deposita dos ibuprofenos en mi mano, y me entrega un vaso de agua. Miro mis manos y luego a él.


—Es lo que haces —dice, ofreciendo un pequeño encogimiento de hombros—. Después de dos vasos de vino siempre te tomas un ibuprofeno con un gran vaso de agua. 
Eres un peso ligero.


Eso me recuerda una vez más cuán observador es, y cómo se las arregla para captar las cosas cuando no creo siquiera que esté prestando atención. Se queda ahí, observándome mientras me trago las pastillas y pongo el vaso vacío en la encimera sobre la que me apoyo.


Con cada segundo que se esfuma cuando no nos estamos besando o tocando, temo que la cómoda facilidad de esta noche se evapore, y que regrese a su escritorio y a su habitación solo.


Pero esta noche, mientras nos miramos el uno al otro en la tenue luz proveniente de la única bombilla sobre el fogón, la energía entre nosotros sólo parece hacerse más eléctrica. 


Esto se siente tan real.


Se rasca la mandíbula y luego inclina la barbilla. —Eres la mujer más hermosa que he visto en mi vida.


Mi estómago salta. —No estoy segura de creer que soy…


—Quédate —me interrumpe con susurro apretado—. Estoy temiendo el día que te vayas. Me estoy volviendo loco pensando en ello.


Cierro los ojos. Es en parte algo que quería escucharle decir, y algo que temía demasiado oír. Pongo el labio entre mis dientes, mordiendo la sonrisa cuando lo miro. —Pensé que me dijiste que fuera a la escuela para abrir mi propio negocio algún día.


—Quizás piense que deberías esperar hasta que termine con este caso. Entonces podemos ir juntos. Vivir juntos. Yo trabajo, tú estudias.


—¿Cómo me quedaría aquí hasta la primavera? ¿Qué haría? —Ha sido maravilloso, pero no puedo imaginarme otros nueve meses viviendo ociosamente como un turista.


—Puedes encontrar un trabajo, o simplemente investigar qué se requiere para abrir un estudio. Nos iremos juntos, y puedes aplazar la escuela por un año más.


Si es posible, esto era más loco que mis ganas de venir aquí en primer lugar. Quedarse significa que no hay un fin para nosotros —sin anulaciones, ni falsos matrimonios— y que hay una nueva ruta trazada por delante.


—No creo que pueda quedarme aquí y estar sola la mayor parte del tiempo…


Hace una mueca, arrastrando una mano por su pelo. —Si quieres empezar ahora, ve y yo iré la próxima primavera. Sólo… ¿Es eso lo que quieres?


Sacudo la cabeza, pero puedo ver en sus ojos que lo interpreta correctamente como un no lo sé.


Mi primer par de semanas aquí me sentía como si fuera
completamente libre y también un poco sanguijuela. Pero Pedro no me invitó aquí sólo para ser generoso, o salvarme de un verano en casa o de desgastarme psicológicamente para empezar la escuela. Lo hizo por esas razones y porque me quería.


—¿Paula?


—¿Mmm?


—Me gustas —dice en un susurro, y por el ligero temblor en su voz, creo que sé lo que está diciendo en realidad. Siento las palabras como un cálido aliento sobre mi cuello, pero no se ha acercado. Ni siquiera me está tocando. Sus manos están sobre el mostrador detrás de él, en sus caderas.
Esta desnuda admisión es de alguna forma más íntima a un par de metros de distancia, sin la seguridad de los besos o de caras presionadas contra el cuello—. No quiero que te marches sin mí. Una mujer le pertenece a su marido, y su marido a ella. Siempre soy egoísta contigo, pidiéndote que te mudes aquí, que esperes hasta que mi carrera mejore para marcharte, pero ahí está.


Ahí está.


Aparto la vista y miro a mis pies descalzos en el suelo, dejando que el pesado latido de mi corazón se haga cargo de mis sentidos por un latido.


Me siento aliviada, aterrorizada… pero mayormente eufórica. 


Dijo que no podría jugar la otra noche si lo decía en voz alta, y quizás es el mismo temor de nuevo, de que no podamos mantenerlo ligero y dejarlo ir en un par de semanas si alguno de nosotros dice amar.


—¿Crees que alguna vez podría —comienza después de un par de latidos en silencio, sus labios curvados por un lado en una sonrisa— gustarte?


Mi pecho se aprieta por la vulnerabilidad en su expresión. 


Asiento, tragando lo que se siente una bola de bolos por mi garganta, antes de decir—: Tú ya me gustas.


Sus ojos arden con alivio, y las palabras caen en una larga y
desordenada secuencia. —Te conseguiré un nuevo anillo. Lo haremos todo de nuevo. Podemos buscar un nuevo piso con recuerdos que sean sólo nuestros…


Me río a través de un sollozo inesperado. —Me gusta este piso. Me gusta mi banda de oro. Me gustan los recuerdos fragmentados de nuestra boda. No necesito nada nuevo.


Inclina la cabeza y me sonríe, ese hoyuelo coqueteando
descaradamente, y es todo lo que toma. Estirando la mano, engancho un dedo en el cinturón de sus pantalones y tiro. —Ven aquí.


Pedro da los dos pasos, presionando la longitud de su cuerpo tan cerca del mío que tengo que alzar la barbilla para mirarlo.


—¿Entonces hemos terminado de hablar? —pregunta, sus manos deslizándose en mi cintura, apretándome.


—Sí.


—¿Qué te apetece hacer ahora? —Sus ojos se las arreglan para parecer divertidos y voraces.


Deslizo una mano entre nosotros y le palpo a través de sus
pantalones, queriendo sentirle venir a la vida bajo mi toque.


Pero ya está duro, y gruñe cuando le aprieto, sus ojos cerrándose. Sus manos se deslizan sobre mi pecho, alrededor de mis hombros y más arriba, ahuecando mi cuello.


El movimiento de su pulgar por mi labio inferior es como un disparo: el calor se propaga a través de mí y se convierte casi de inmediato en un hambre tan caliente, que mis piernas se debilitan. Abro la boca y lamo la yema de su pulgar hasta que lo desliza dentro y, con ojos oscurecidos, me observa chupar. En mi palma, se alarga aún más, contorsionándose.


Me orienta a la derecha, haciéndome caminar fuera de la cocina, pero se detiene después de unos pocos pasos, ahuecando mi cara para besarme. —¿Dilo otra vez?


Busco en sus ojos por su significado antes de entenderlo. —¿Qué me gustas?


Asiente y sonríe, sus ojos cerrándose mientras se inclina para lamer con la punta de su lengua mis labios. —Que te gusto. —Pedro me mira por debajo del pelo cayendo en su frente, alzando mi cabeza con su mano en mi mandíbula—. Déjame ver tu cuello. Enséñame toda esa piel hermosa.


Arqueo mi cuello y sus dedos rozan mi clavícula, fuerte pero
gentilmente.


Me desviste primero, sin demasiada prisa. Pero una vez que mi piel está expuesta al aire frío del piso y al calor de su atención, tiro de su camisa, hurgo su cinturón. Quiero mis manos sobre cada centímetro de él a la vez, pero siempre gravitan en torno a la suave expansión de su pecho.


Todo lo que encuentro sexy en el mundo, está aquí: La firme, cálida piel. El pesado latido de su corazón. Los agudos espasmos en su abdomen cuando rasguño sobre sus costillas con mis uñas cortas. La línea de suave vello que siempre tienta a mis manos a bajar.


Incluso en el pequeño piso, el dormitorio se siente muy lejos. Sus dedos se desvían por mi pecho, siguiendo más allá de mis pechos como si no fuera el lugar en el que pretenden estar. Sobre mi estómago y hacia abajo, pasando por donde espero que deslice dos dedos y juegue conmigo, En vez de eso, su mano se alisa en mi muslo, sus ojos mirando mi cara mientras sus dedos permanecen en mi cicatriz, en la piel que no es del todo sensible pero tampoco insensible.


—Es extraño, quizás, que me guste tu cicatriz tanto como lo hace.
Tengo que recordarme respirar.
—Pensaste que era la primera cosa que noté, pero no fue así. Ni siquiera le presté atención hasta la mitad de la noche, cuando finalmente te acostaste en la cama y te besé desde la punta del pie hasta tu cadera.
Tal vez la odies, pero yo no. Te la ganaste. Estoy maravillado de ti.


Se aleja ligeramente de mí para poder ponerse de rodillas, y sus dedos son sustituidos por sus labios y lengua, cálidos y húmedos contra mi piel. Dejo que mi boca se abra y mis ojos se cierren en un aleteo. Si no fuera por esta cicatriz, nunca habría estado aquí. Quizás nunca hubiera conocido a Pedro.


Su voz es ronca contra mi muslo. —Para mí, eres perfecta.


Me atrae con él al suelo, mi espalda en su frente, mis piernas entre las suyas. Al otro lado de la habitación, puedo ver nuestros reflejos en la oscura ventana, la forma en la que me veo extendida alrededor de sus muslos.


Me alimenta, sus dedos deslizándose de arriba a abajo por el pliegue de mi sexo, burlándose de penetrarme. En mi cuello, su boca chupa y lame hasta que está en mi mandíbula y giro la cabeza para que pueda besar mis labios, su lengua deslizándose dentro y acurrucándose con la mía.


Pedro empuja el dedo medio en mi interior y gimo, pero me continúa acariciando lentamente como si estuviera sintiendo cada centímetro de mí.


Liberando mi labio de entre sus dientes, pregunta. —Est-ce bon?


¿Es bueno? Que palabras tan diluidas por algo que sé que necesito.


La palabra bueno se siente tan vacía, tan plana, como el color blanco del papel.


Antes incluso de saber que he contestado, mi voz llena la habitación.


—Más. Por favor.


Desliza la otra mano por mi cuerpo hasta mi boca, empujando dos dedos dentro contra mi lengua y sacándolos, mojados. Pedro los pasa sobre mi pezón, dando vueltas al mismo ritmo de la mano entre mis piernas. 


El mundo se reduce a estos dos puntos de sensaciones —en el pico de mi pecho y sus dedos en mi clítoris— y luego se reduce aún más hasta que todo lo que siento son círculos, humedad, calor y la vibración de sus palabras en mi piel. —Oh, Paula.


He estado indefensa antes: atrapada debajo de un coche, bajo el fuerte dominio de un instructor, quemada por el ardiente desdén de mi padre. Pero nunca así. Este tipo de indefensa es liberadora; así es como se siente cuando cada terminación nerviosa aumenta hasta la superficie y bebe de la sensación. Así es cómo se siente ser tocada por alguien en quien confío con mi cuerpo, con mi corazón.


Pero quiero sentirle dentro de mí cuando me haga pedazos, y mi liberación está demasiado cerca de la superficie. 


Levanto las caderas, apoderándome de él, y bajo sobre su longitud hasta que ambos dejamos salir gemidos estremecedores.


Nos quedamos quietos por un par de segundos, mientras mi cuerpo se ajusta a él.


Me deslizo hacia delante y arriba. Atrás y abajo. Otra, y otra vez, cerrando los ojos sólo cuando su temblorosa voz —Sólo… por favor… rápido… más rápido, Paula —se rompe y desliza las manos al frente de mi cuerpo, hacia mi cuello. Su pulgar acaricia la delicada piel del hueco en mi garganta.


No debería ser tan fácil traerme de vuelta a este punto una y otra vez, pero cuando Pedro deja caer una mano en mi muslo, y la mueve entre mis piernas, sus anchos dedos haciendo círculos, su tranquila y sexy voz de sexo diciéndome cómo de bien se siente… No puedo detener a mi cuerpo de dárselo.


—C’est ça, c’est ça. —No necesito que lo traduzca. Eso es, dijo. Eso es él tocándome perfectamente, y mi cuerpo respondiendo justo como sabía que haría.


No sé en qué sensación enfocarme; es imposible sentir cada cosa a la vez. Sus dedos clavándose en mis caderas, su pesada longitud acariciándome desde dentro, la sensación de su boca en mi cuello chupando, chupando, chupando tan perfectamente hasta que ese pequeño destello de dolor en donde ha dejado una marca sale a la superficie.


Me siento como si estuviera tomando cada parte de mí: llenando mi visión con las cosas que está haciendo, metiendo la mano en mi pecho y haciendo que mi corazón lata tan fuerte y rápido que es terrorífico y emocionante a partes iguales.


Se empuja hacia arriba debajo de mí, moviéndonos hasta que estoy sobre mis manos y rodillas y ambos gemimos por la nueva profundidad, y la nueva visión en la ventana de él manteniéndome quieta por detrás. Sus manos se enrollan alrededor de mis caderas, su cabeza cae hacia atrás, y sus ojos se cierran cuando comienza a moverse. Es el retrato de la felicidad, la imagen del alivio. Cada músculo en su torso está flexionado y perlado con sudor, pero se las arregla para parecer más relajado de lo que jamás lo he visto, perezosamente empujándose dentro.


—Más fuerte —digo, mi voz gruesa y tranquila con necesidad.


Sus ojos se abren y una oscura sonrisa se extiende por su rostro.


Apretando los dedos sobre la carne alrededor de mis caderas, se adentra brutalmente en mí una vez, deteniéndose, y luego tomando un perfecto ritmo de castigo.


—Más fuerte.


Agarra mis caderas, inclinándolas, y gruñe por el esfuerzo mientras se empuja más profundo, golpeándome en un lugar que nunca supe que existía y haciéndome gritar, atrapada en un orgasmo tan repentino y abrumador que me parece perder el uso de mis brazos. Caigo sobre mis codos mientras Pedro me sostiene por las caderas, allanándome
rítmicamente, su voz saliendo en profundos gruñidos afilados.


—Paula —gruñe, quedándose quieto detrás de mí y temblando mientras se viene.


Colapso, sin huesos, y me atrapa, acunando mi cabeza en su pecho.


Con mi oído presionado contra él, puedo escuchar el fuerte latido vital de su corazón.


Pedro me rueda sobre mi espalda, cuidadosamente deslizándose de nuevo en mí como siempre parece hacer, incluso cuando hemos terminado, y observa mi cara con sus claros y serios ojos.


—¿Se sintió bien? —pregunta en voz baja.


Asiento.


—¿Te gusto?


—Sí.


Nuestras caderas se mecen juntas lentamente, intentando
mantenerlo.

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