jueves, 30 de octubre de 2014

CAPITULO 21



La rampa está llena con un extraño zumbido que se quedará en mi cabeza durante horas. Pedro camina detrás de mí, y me pregunto si mis pantalones son demasiado apretados, mi cabello demasiado desordenado. Puedo sentirlo mirándome, quizás chequeándome ahora que invadiré su vida real. Quizás reconsiderándolo. La verdad es que no hay nada romántico en abordar un avión, volar durante quince horas con un virtual desconocido. Lo emocionante es la idea. No hay nada escapista o brillante sobre aeropuertos sobrepoblados o aviones donde no cabe un alfiler.


Guardamos las maletas, tomamos nuestros asientos. Estoy en medio, él está en el pasillo y hay un hombre mayor leyendo un periódico junto a la ventana, cuyos codos presionan en mi espacio, afilado pero de manera inconsciente.


Pedro ajusta el cinturón, y luego lo ajusta de nuevo antes de alcanzar la ventilación. Lo apunta hacia sí mismo, y luego a mí y luego a sí mismo otra vez antes de apagarlo. Enciende la luz, y sus manos caen de nuevo en su regazo, inquieto. 


Por último, cierra los ojos y cuento mientras toma diez
respiraciones profundas.


Oh, mierda. Es un pasajero nervioso.


Soy la peor persona posible en este momento, porque no hablo libremente, ni siquiera en momentos como éste cuando se requiere cierta tranquilidad. Me siento desesperada por dentro y mi reacción a lo ―frenético es estar completamente inmóvil. Soy el ratón en el campo y se siente como si cada situación desconocida en mi vida es un águila volando encima de mí. De repente, es cómico que haya decidido hacer esto.


Se realizan los anuncios, se prepara el desastre, el avión apaga sus luces y sube fuertemente a través del cielo nocturno. Tomo la mano de Pedro, es lo menos que puedo hacer, y la agarra con fuerza.


Dios, quiero hacer esto mejor.


Unos cinco minutos más tarde, su mano se relaja y luego se desliza débilmente de la mía, cargada de sueño. Tal vez si le hubiera dado más atención, o si lo hubiera dejado hablar más la noche que nos conocimos, habría sido capaz de decirme lo mucho que odia volar. Tal vez entonces pudo haberme dicho que tomaba algo para ayudarle a dormir.


Las luces de la cabina se apagan y ambos hombres a mi lado están profundamente dormidos, pero mi cuerpo parece ser incapaz de relajarse.


No es un sentimiento normal, estar tensa o algo así. Es como tener fiebre,estar inquieta en mi propia piel, incapaz de encontrar una posición cómoda.


Saco el libro que ciegamente metí en mi equipaje de mano;
desafortunadamente, es el libro de memorias de una famosa presidenta ejecutiva; un regalo de graduación de mi padre. La portada, una foto de ella de pie en un sencillo traje contra un fondo azul claro, no hace nada para estabilizar mi estómago agrio. En su lugar, leo cada palabra de seguridad insertada del avión y la revista SkyMall en el bolsillo del asiento frente a mí, y luego robo la revista de la aerolínea del bolsillo de Pedro y le echo un vistazo.


Todavía me siento horrible.


Levantando las piernas, presiono la frente a mis rodillas, tomando tanto aire como sea posible. Trato de respirar profundamente, pero nada parece ayudar. Nunca antes he tenido un ataque de pánico, así que no sé lo que se siente, pero no creo que sea esto.


Espero que no sea así.


Es sólo cuando la azafata me entrega un menú, y ambas opciones, salmón o tortellini, hacen que se me revuelva el estómago es que me doy cuenta de que lo que estoy sintiendo no son sólo nervios. Ni siquiera es el surgimiento del dolor de cabeza con resaca; es otra cosa. Mi piel está caliente y demasiado sensible. Mi cabeza flota.


La comida es llevada dentro de la cabina, el olor a salmón, patatas y espinacas es tan penetrante y espeso que estoy jadeando, estirándome en mi asiento para acercarme a la fina corriente de aire frío. No es suficiente. Quiero escapar al baño, pero inmediatamente sé que no voy a lograrlo. Antes de que pueda despertar a Pedro, estoy desesperadamente cavando en el bolsillo del asiento frente a mí por una bolsa para el mareo, apenas consiguiendo abrirla antes de inclinarme y soplar violentamente adentro.


No hay nada peor que este momento, estoy segura de ello. 


Mi cuerpo está a cargo, y no importa lo mucho que mi cerebro le dice que se calle, para vomitar como una correcta dama, en maldito silencio, no lo haré. Gimo, sintiendo otra ola golpeándome, y a mi lado Pedro se despierta con una sacudida. Presiona la mano en mi espalda y su agudo ―¡Oh, no! 


trae mi humillación a la superficie.


No puedo dejar que me vea así.

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