domingo, 26 de octubre de 2014
CAPITULO 11
Después del accidente, apenas lloré en el hospital, todavía
convencida de que todo era un horrible sueño. Era otra chica, no yo, que cruzó Universidad y Lincoln en bicicleta la semana antes de la graduación de la secundaria. Otra persona fue golpeada por una camioneta que no se detuvo en la luz roja. Una diferente Paula se rompió la pelvis y se rompió la pierna tan profundamente que su hueso se extendía desde la piel de su muslo.
Había estado adormecida y en estado de shock los primeros días; el dolor estaba apagado por un goteo constante de medicación. Pero incluso a través de la niebla, estaba segura de que todo era un error. Era una bailarina. Acababa de ser aceptada en la escuela de ballet Joffrey.
Aun cuando la habitación se llenó de los sollozos de mi madre y el médico describía el alcance de mis lesiones, no lloré, porque no se trataba de mí.
Estaba equivocado, mi historial médico había sido cambiado, hablaba de alguna otra persona. Mi fractura fue mínima. Tal vez mi rodilla se torció.
Alguien inteligente vendría en cualquier momento y explicaría todo. Tenían que hacerlo.
Pero no lo hicieron, y la mañana que me dieron de alta y enfrenté la realidad de la vida sin el baile... no había suficiente morfina en el mundo para aislarme de la verdad.
Mi pierna izquierda estaba arruinada y con ella el futuro hacia el que trabajé toda mi vida. El tartamudeo con el que había luchado la mayor parte de mi infancia había vuelto, y mi padre —que pasó más tiempo investigando las probabilidades de que mi carrera de baile fuera lucrativa que asistiendo a mis recitales— estaba en casa, fingiendo no estar interiormente celebrando.
Durante seis meses apenas hablé. Hice lo que tenía que hacer: Seguí. Sané por fuera mientras que Lola y Helena me vigilaban, nunca me juzgaron porque apenas sostenía mis pedazos con una falsa sonrisa.
Pedro me lleva a la misma esquina a la que lo llevé anoche.
Es decididamente menos oscura esta mañana, menos privada, pero apenas me doy cuenta porque tengo los ojos clavados en el sobre que puso en mi mano. No tengo idea de la importancia de esto, pero la última vez que me escribí una carta fue el día que decidí empezar a hablar de nuevo, el día que me dije que estaba bien llorar por las cosas que había perdido, pero ya era hora de seguir adelante. Me senté, escribí todo lo que tenía miedo de decir en voz alta, y poco a poco empecé a aceptar mi nueva vida. En vez de trasladarme a Chicago como siempre había planeado, me
matriculé en la Universidad de California en San Diego y finalmente hice algo que mi padre consideró digno: graduarse con honores y aplicar a las escuelas de negocios más prestigiosas del país. Al final tuve mi selección de programas. Siempre me he preguntado si inconscientemente estaba tratando de estar lo más lejos que pude, tanto de él como del accidente.
El sobre está arrugado y gastado, arrugado donde ha sido doblado y probablemente sacado dentro y fuera de su bolsillo una y otra vez, me recuerda mucho a la carta que he leído y releído durante años que tengo un rápido déjà vu.
Algo ha sido derramado en una esquina, hay una mancha roja de mi labial en el lado opuesto, pero la solapa está todavía perfectamente sellada, los bordes no levantados aunque sea un poco. No trató de abrirla, aunque a juzgar por su ansiosa expresión definitivamente lo consideró.
—Dijiste que te la diera hoy —dice en voz baja—. No la leí.
El sobre es grueso en mi mano, pesado, y relleno con lo que parece un centenar de páginas. Pero cuando lo abro y miro, me doy cuenta que es porque mi letra es tan grande, oblicua y borracha, sólo podían caber quizá veinte palabras en cada página estrecha del papel del hotel. Había derramado algo en él, y algunas de las páginas están rasgadas ligeramente como si apenas pude doblarlas correctamente antes de darme por vencida y meterlas en una sucia pila dentro.
Pedro me mira mientras las ordeno y empiezo a leer.
Prácticamente puedo sentir su curiosidad donde sus ojos están fijos en mi cara.
Querida Paula, tú misma. Yo misma.
Así comienzo. Contengo una sonrisa. Recuerdo pequeñas cosas de ese momento, sentada en la tapa del inodoro y luchando para centrarme en la pluma y el papel.
Estás sentada en el inodoro escribiendo una carta a ti misma para leer más tarde porque estás lo suficientemente borracha como para saber que olvidarás mucho mañana, pero no tan borracha para no poder escribir. Pero te conozco, porque tú eres yo y las dos sabemos que eres una
mala bebedora y olvidas todo lo que sucede cuando bebes ginebra. Así que déjame decirte:
Él es Pedro.
Lo besaste.
Sabía a limón y whisky.
Pusiste su mano en tu ropa interior y luego…
Hablaste durante horas. Sí, hablaste. Hablé. Hablamos. Le contamos todo sobre el accidente y nuestra pierna, tu pierna, mi pierna.
Esto es confuso.
Me había olvidado de esto. Miro a Pedro, rubor aumentando por debajo de la piel de mis mejillas. Puedo sentir mis labios sonrojados también, y se da cuenta, con los ojos pasando sobre ellos.
—Estaba tan borracha cuando escribí esto —le susurro.
Sólo asiente hacia mí, y luego asiente hacia el papel, como si no quiere que sea interrumpida, ni siquiera por mí misma.
Le dijiste que odias hablar pero que el amor mueve.
Le dijiste todo sobre bailar antes del accidente y no bailar después.
Le dijiste acerca de cómo se sintió estar atrapada bajo el caliente motor.
Le dijiste acerca de dos años de terapia física, y tratar de bailar después “sólo por diversión”.
Le dijiste sobre Lucas y cómo dijo que se sentía como que la vieja Paula murió bajo la camioneta.
Le dijiste sobre papá y cómo puedes estar segura que va cambiar a Brian y Julian de niños dulces a idiotas
Le dijiste cuánto le temes al otoño y mudarte a Boston.
En realidad dijiste “Quiero amar todo de mi vida tanto como amo esta noche”, y no se rió de lo estúpida que sonaste.
Y esta es la parte más extraña.
Estás lista.
Cierro los ojos, extendiéndolo un poco. No estoy lista.
Debido a que esta memoria se está deslizando de nuevo en mis pensamientos, la victoria, la urgencia, el alivio. No estoy lista para recordar qué tan segura me hizo sentir, y lo fácil que era. No estoy lista para darme cuenta de que presenció algo que nadie en mi vida había visto nunca. Succiono aire a
mis pulmones y bajo la mirada a la carta.
No tartamudeaste. BALBUCEASTE.
Me encuentro con los ojos de Pedro cuando leo esto, como
buscando confirmación, pero no sabe lo que dice la carta.
Sus ojos muy abiertos mientras ven mi expresión, apenas conteniéndose de hablar.
¿Recuerda todo lo que dije?
Así que por eso te le propusiste y dijo que sí tan rápido con esa sonrisa borracha como si fuera la mejor idea que había oído nunca, ¡porque por supuesto deberíamos casarnos! ahora te diriges allí, pero quería escribir esto primero porque es posible que no recuerdes por qué, y este es el por qué.
No seas una idiota. Podría ser la mejor persona que has
conocido.
Un beso,
Paula misma.
P.D.: No has tenido sexo con él todavía. Pero quieres. Mucho. Por favor, ten sexo con él.
P.D.D.: Le preguntaste si ustedes iban a hacerlo y dijo: “ya veremos” :/
Doblo los papeles tan cuidadosamente como puedo y los meto de nuevo en el sobre con manos temblorosas. Mi corazón se siente como si hubiera duplicado su tamaño, quizás como si tuviera dos, uno nuevo que prefiere latir con una melodía de pánico. Los dobles latidos rebotan y reverberan en mi pecho.
—¿Y? —pregunta—. Sabes que estoy muriendo de curiosidad.
—La escribí antes que nosotros... —Levanto mi mano izquierda, mostrando el simple anillo de oro—. La última vez que escribí una carta a mí misma... —empiezo, pero ya está asintiendo. Me siento como que estoy girando bajo el peso de esto.
—Lo sé.
—¿Te pedí matrimonio? —Supongo que lo que realmente me sorprende es que hubo una propuesta en absoluto. No se trataba de un parloteo borracho. Recuerdo su burla la noche anterior de que debería ir con él a Francia, pero esto tomó discusión y planificación. Conseguir un coche, dar indicaciones. Se nos obligó a firmar documentos, pagar, y seleccionar los anillos, después repetir votos de manera lo suficientemente coherente para convencer a alguien de que no estábamos tan ebrios. En realidad estoy un poco impresionada por la última parte.
Asiente de nuevo, sonriendo.
—¿Y dijiste que sí?
Inclinando ligeramente la cabeza, sus labios sueltan las palabras—: Por supuesto que lo hice.
—¿Pero ni siquiera estabas seguro si querías tener sexo conmigo?
Ya está sacudiendo la cabeza. —Seamos serios. Quería tener sexo contigo desde la primera vez que te vi, hace dos noches. Pero ayer por la noche estábamos tan borrachos.
No... —Mira hacia otro lado, al final del pasillo—. Te fuiste para escribir una carta a ti misma porque estabas preocupada de que olvidarías por qué te propusiste. Y lo olvidaste. —Sus cejas se levantan, mientras espera a que reconozca que ha hecho un punto decente. Asiento—. Pero regresamos al hotel, estabas tan hermosa, y tu... —Exhala un suspiro tembloroso. Es tan irregular, que puedo ver las pequeñas partes que salen de su boca—. Tú querías. —Se inclina más cerca, me besa lentamente. —Yo quería.
Me muevo en mis pies, deseando saber cómo mover mis ojos de su rostro.
—Tuvimos sexo, Paula. Tuvimos sexo por horas y fue el mejor y más intenso sexo de mi vida. ¿Y ves? Todavía hay detalles que no recuerdas.
Puede que no recuerde cada detalle, pero mi cuerpo sin duda lo hace. Puedo sentir sus dedos tatuados en toda mi piel. Están en los moretones que puedo ver y que son invisibles, también: el eco de sus dedos en mi boca, arrastrándose a lo largo de mis piernas, bombeando dentro de mí.
Pero tan embriagador como son los recuerdos, nada de esto es de lo que realmente quiero hablar. Quiero saber lo que él recuerda de antes de la boda, antes del sexo, cuando dejé mi vida en su regazo. Tener relaciones sexuales con un virtual desconocido es raro para mí, pero no es algo inaudito. Lo que es monumental es haberme abierto tanto.
Nunca hablé con Lucas sobre algunas de estas cosas.
—Aparentemente te dije mucho ayer —digo, antes de chupar mi labio inferior y morderlo con mis dientes. Todavía se siente magullado y recuerdo pequeños y juguetones destellos de sus dientes, lengua y dedos pellizcando mi boca.
No dice nada, pero sus ojos se mueven por encima de mi cara como si estuviera esperando a que llegue a un entendimiento al cual llegó hace horas.
—¿Te dije sobre Lucas? ¿Y mi familia?
Asiente.
—¿Y te dije sobre mi pierna?
—Vi tu pierna —me recuerda en voz baja.
Por supuesto que sí. Debió haber visto la cicatriz que se extiende desde la cadera hasta la rodilla y el pequeño camino de marcas de grapas a lo largo de la herida plateada.
—¿Eso es lo que te tiene temblando? —pregunta—. ¿Qué vi tu pierna desnuda? ¿Qué la toqué?
Sabe que no es eso. La sonrisa tirando de su boca me dice que conoce mi secreto, y está alardeando. Se acuerda de todo, incluso su singular logro: una Paula balbuceando.
—Probablemente fue la ginebra —digo.
—Creo que fui yo.
—Estaba muy borracha. Creo que me olvidé de estar nerviosa.
Sus labios están tan cerca que puedo sentir su sombra sobre mi mandíbula. —Fui yo, Cerise. ¿Todavía no has tartamudeado esta mañana?
Me presiono de nuevo en la pared, necesitando espacio. No es sólo que estoy sorprendida de encontrar que soy tan fluida con él. Es el peso embriagador de su atención, la necesidad que tiene de sentir sus manos y su boca sobre mí. Es el dolor de cabeza que persiste y la realidad de que estoy casada. No importa lo que pase, tengo que lidiar con esto y todo lo que quiero es volver a la cama.
—Me siento rara porque te dije todo y no sé nada de ti.
—Tenemos un montón de tiempo —dice, la lengua deslizándose fuera para humedecer sus labios—. Hasta que la muerte nos separe, de hecho.
Debe estar bromeando. Me río, aliviada de que finalmente podamos ser juguetones. —No puedo seguir casada contigo, Pedro.
—Pero de hecho —susurra—, puedes. —Su boca se presiona cuidadosamente en la esquina de la mía, lengua asomándose para saborear mi labio.
Mi corazón se aprieta y me congelo. —¿Qué?
—―Quiero amar todo de mi vida tanto como amo esta noche —cita.
Mi corazón se sumerge y se derrama en mi estómago.
—Me doy cuenta de cómo suena esto —dice inmediatamente—, y no estoy loco. Pero me hiciste jurar que no te dejaría enloquecer. —Sacude la cabeza lentamente—. Y, porque lo prometí, no puedo darte la anulación. Al menos no hasta que empieces la escuela en el otoño. Lo prometí, Paula.
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