viernes, 31 de octubre de 2014
CAPITULO 23
Y sin embargo, no hay palabras para la humillación de ser empujada en una silla de ruedas para recoger el equipaje y sentarme en medio de Charles de Gaulle, sosteniendo una bolsa para el mareo en mi cara en caso de que pierda los dos sorbos de agua que he conseguido en la última hora. El mundo se siente demasiado brillante y animado, una pregunta francesa tras otra emergen desde los altavoces a mí alrededor.
Después de una eternidad, Pedro vuelve con nuestro equipaje y lo primero que pregunta es si he vomitado de nuevo.
Le digo que debería de ponerme en un avión rumbo a California.
Creo que se ríe y dice que no.
Me mete en la parte trasera de un taxi antes de subir después de mí, y hablarle al conductor en francés. Está hablando tan rápido que estoy segura que no hay forma de que alguien lo puede entender, pero el conductor parece sí.
Nos despegamos de la acera y salimos a una velocidad irreal desde el principio. La salida del aeropuerto es todo
sacudidas y arranques, aceleraciones y virajes bruscos.
Una vez que entramos en el meollo de la ciudad, surgen edificios de muy altos y calles amenazadoramente estrechas y curveadas. Es angustioso. El conductor del taxi no parece saber dónde está su pedal de freno, pero seguro que sabe dónde está su claxon. Me hundo en el costado de Pedro, tratando de mantener lo que queda de mi estómago sin que suba por mi garganta. Estoy segura de que hay un millón de cosas de la ciudad que quiero ver por la ventana; la arquitectura, el vibrante verde que casi se puede sentir en la luz que entra por la ventana, pero estoy temblando, sudorosa y casi inconsciente.
—¿Está manejando un taxi o jugando a un videojuego? —murmuro, apenas coherente.
Pedro ríe en silencio en mi pelo, susurrando—: Ma beauté 7.
En un latido, el mundo se detiene, batiendo y sacudiéndose, y soy empujada del asiento. Unos fuertes brazos me levantan detrás de mis rodillas y alrededor de mi espalda.
Pedro me carga fácilmente hacia un edificio y nos mete
directamente en un pequeño ascensor. Espera que el taxista saque las maletas detrás de él y las envíe con nosotros.
Puedo sentir el aliento de Pedro en mi sien, puedo oír los engranajes del ascensor llevándonos cada vez más alto.
Me giro hacia él, mi nariz en la suave y cálida piel de su cuello, disfrutando su olor. Huele a hombre, cerveza de jengibre y un pequeño remanente de jabón de hace muchas horas, desde que se duchó en la habitación del hotel.
Y entonces, recuerdo que mi olor actual debe ser repugnante. —Lo siento —susurro, volviendo la cabeza y tratando de apartarme.
Pero él me aprieta, diciendo en mi cabello—: Shhh.
Se esfuerza para encontrar las llaves en el bolsillo mientras me carga, y una vez que estamos dentro, me deja en pie y es sólo ahora que mi cuerpo parece obtener el permiso de responder al viaje en taxi: Me volteo, doblándome sobre mis rodillas y vomitando toda el agua que tengo en mi estómago en el cubo cerca de la puerta.
En serio, no es posible que mi humillación aumente.
Detrás de mí, oigo a Pedro reclinarse pesadamente contra la puerta antes de deslizarse por mi espalda, presionando su frente justo entre los omóplatos. Está temblando en una risa silenciosa.
—Oh, Dios mío —me quejo—. Este es el peor momento en la historia.—Porque lo es, y resulta que mi humillación puede crecer mucho más.
—Pobre chica —dice, besando mi espalda—. Debes sentirte
miserable.
Asiento, tratando, pero fallando, de llevar el cubo conmigo cuando me levanta, tomándome por las costillas.
—Déjalo —dice, sin dejar de reír—. Vamos, Paula. Déjalo. Yo me ocuparé de eso.
Cuando me acuesta en un colchón, soy apenas consciente de la luz, su olor está en todas partes. Estoy demasiado incoherente para curiosear su apartamento, pero hago una nota mental para mirar y elogiarlo tan pronto como no me quiera morir. Agrego esta tarea a la lista en la que también le doy las gracias profusamente y, a continuación, pido disculpas, luego me subo a un avión y regreso mortificada a California.
Con una pequeña palmadita en la espalda, se ha ido y casi
inmediatamente me duermo y tengo complejos y febriles sueños sobre conducir a través de oscuros túneles estrechos.
A mi lado, el colchón se sumerge donde se sienta y me despierto de un tirón, sabiendo de alguna manera que ha sido apenas un minuto desde que se fue.
—Lo siento —me quejo, tirando de mis rodillas a mi pecho.
—No lo hagas. —Pone algo en una mesa cerca de la almohada—. He puesto un poco de agua aquí. Acércate con precaución. —Todavía puedo oír la sonrisa en su voz, pero es serena, sin burla.
—Estoy segura de que esto no es cómo imaginaste nuestra primera noche aquí.
Su mano acaricia mi cabello. —Ni tú.
—Probablemente es lo menos sexi que has visto —balbuceo, rodando en el cálido y limpio olor de la funda de almohada de Pedro.
—¿Lo menos sexy? —repite con una sonrisa—. No olvides que recorrí en moto los Estados Unidos con gente sucia y sudada.
—Sí, pero nunca quisiste tener relaciones sexuales con ninguno de ellos.
Sus manos se quedan quietas en donde está frotando suavemente mi espalda, y me doy cuenta de lo que acabo de decir. Es para reírse, esta suposición de que alguna vez me va a tocar sexualmente de nuevo después de las últimas quince horas. —Duerme, Paula.
¿Ves? Prueba. Me llamó Paula, no Cerise.
7 Hermosa mía.
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