Parece más difícil mantener el ritmo de lo que gasto cuando los euros todavía se sienten como jugar con dinero. Dado cuán diferentes se sienten las cosas con Pedro, desde cómo se sentían en los Estados Unidos — y a pesar que estoy enamorada de este lugar— parte de mí cree que debería quedarme por dos semanas, ver todo lo que pueda en ese tiempo y luego volar a casa para hacer los cambios con mi padre así no tengo que recurrir a la prostitución o a bailar cuando me mude a Boston, y comience a buscar departamento.
Pero la idea de enfrentar a mi padre ahora hace que mi piel se enfríe. Sé que lo que hice fue impulsivo y tal vez incluso peligroso. Sé que cualquier padre en esta situación tendría derecho a estar enojado. Sólo que todo enfada a mi padre; todos nos hemos insensibilizado acorde pasa el tiempo. Me he disculpado suficientes veces cuando no lo necesitaba; esta vez no puedo encontrar nada que lamentar dentro de mí. Puede que esté asustada y sola, sin saber cuándo se aflojará el calendario de Pedro, qué pasará con nosotros esta noche, mañana, la próxima semana, o qué pasará cuando me encuentre en una situación donde no pueda comunicarme con alguien, pero esta era la primera decisión en mi vida que parecía que me pertenecía.
Estoy completamente perdida en mi cabeza, analizando mi llamada con Pedro, cuando salgo de la ducha. En frente mío, el espejo del baño está perfectamente seco, limpio de cualquier rastro de gotitas de agua, cualquier mancha, como si hubiese sido limpiado con algo. Me ofrezco para limpiar, para ocupar mi energía, pero definitivamente no hay nada que hacer. La ventana del baño resplandecía y también, la luz del sol entra directamente. La curiosidad hormiguea en el borde de mis pensamientos y me paseo, inspeccionando todo. El departamento está completamente perfecto e impecable y en mi experiencia, eso era muy extraño para ser de un hombre. Antes de ir a las ventanas de la sala de estar, sé lo que encontraré.
O, mejor dicho, lo que no encontraré. Sé que mi primer día
verdadero aquí presioné mi mano contra el cristal, observándolo subir a su motocicleta. Sé que lo hice más de una vez. Pero no hay una huella de la mano ahí, sólo más pulcro y limpio cristal. Nadie ha estado aquí a excepción de nosotros. En algún punto, en su franja de tiempo a casa, se tomó un minuto de limpiar las ventanas y espejos.
****
La anciana que vive al final del piso está barriendo los peldaños cuando salgo del ascensor y paso al menos una hora con ella en mi salida.
Su español viene en fragmentos, mezclados con palabras francesas que no puedo traducir, pero de alguna manera hacemos lo que podría ser una extraña conversación en algo sorprendentemente fácil. Me dice que el ascensor fue añadido en los setentas, después que ella y su esposo se mudaran aquí. Me dice que los vegetales son mucho mejores en Rue de Rome, que en el supermercado de la esquina. Me ofrece pequeñas uvas verdes con semillas amargas que me provocan piel de gallina, pero al parecer no puedo dejar de comerlas. Y me cuenta que está feliz de ver a Pedro sonreír demasiado y que nunca le gustó la otra.
Empujo de mi cabeza este pedazo de información y la retorcida,oscura curiosidad y le agradezco por su compañía. Pedro es apuesto, exitoso y encantador; por supuesto que tuvo una vida antes de seguirlo al aeropuerto, una vida que sin duda incluía mujeres. No me sorprende saber que alguien estuvo antes con él. Es sólo que me di cuenta que todavía estoy esperando aprender cualquier cosa de él, otra cosa que no sea cómo luce sin ropa.
*****
Paso la mayor parte del día observando nuestro vecindario y
creando un mapa mental del área. Las calles son interminables, tienda tras tienda, pequeños callejones tras pequeños callejones. Es como bucear en la madriguera del conejo, pero aquí sé que encontraré mi manera de salir.
Simplemente necesito encontrar el indicador M de la Métropolitain y seré capaz de volver a la calle de Pedro con facilidad.
Mi calle, me recuerdo. Nuestra. Juntos.
Pensar en su casa como mía es como fingir que un escenario de película está en la casa, o saber que los euros son dinero real. Y cada vez que bajo la mirada a mi anillo de boda, se siente más irreal. Me gusta la vida de la calle al atardecer. El cielo es brillante por encima de mí, pero comienza a desvanecerse cuando el sol empieza a deslizarse bajo el horizonte. Largas sombras cruzan la calle y los colores, de alguna manera, parecen más abundantes, más llenos. Los rascacielos rodean la estrecha carretera; la acera desnivelada se siente como un camino a una aventura.
En la luz del día, el edificio de Pedro luce un poco lamentable, tocada con la mugre, el viento y la antigüedad. Pero en la noche parece aclararse. Me gusta que nuestro hogar sea un búho nocturno.
Mientras seguía las encorvaduras de la acera, me doy cuenta que esta es la primera vez que he caminado de Rue St.-Honoré al metro, bajando en la parada correcta y luego caminando a casa sin la necesidad de revisar la aplicación en mi teléfono.
Detrás de mí, escucho autos en la calle, motocicletas, una
campanilla de bicicleta. Alguien ríe en una ventana abierta.
Todas las ventanas están abiertas aquí, las puertas de los balcones y las persianas de par en par para recibir el aire más frío de la noche, los cortinas vuelan con la briza. Hay una ligereza en mi pecho mientras me acerco a nuestro edificio, seguido de un distintivo salto en mi pulso cuando veo la motocicleta de Pedro estacionada en la acera justo afuera.
Lleno mis pulmones a medida que entro a la pequeña recepción y camino hacia el ascensor. Mi mano tiembla cuando presiono el botón de nuestro piso y me recuerdo respirar. Inhala profundamente. Exhala profundamente. Mantén la compostura. Esta será la primera vez que Pedro ha llegado a casa antes que yo; la primera vez que estaremos juntos en el departamento sin uno de nosotros medio dormido o vomitando, o trabajando hasta tempranas horas de la mañana. Mis mejillas enrojecen cuando lo recuerdo gruñendo ―No te retractes sólo esta mañana después de tener un orgasmo con su mano.
Oh, querido Dios.
Mi estómago estalla en mariposas y una mezcla de nervios y
adrenalina me impulsa del ascensor. Introduzco mi llave en la cerradura, respiro profundamente y abro la puerta.
—¡Cariño, llegué! —anuncio en la entrada y me detengo ante el sonido de la voz de Pedro.
Está en la cocina, con el teléfono presionado en su oreja y hablando en un rápido francés. No estoy segura cómo puede entenderlo la persona de la otra línea. Claramente, está agitado y repite la misma frase, cada vez más fuerte y más irritado.
Todavía no me ha notado y a pesar que no tengo idea de qué dice o con quién habla, no puedo evitar sentirme como si me estuviera entrometiendo. Su enojo es como otra persona en la habitación y silenciosamente dejo mi llave en la mesa y me pregunto si debería volver al pasillo o tal vez escaparme al baño. Veo el momento en que atrapa mi
reflejo en la ventana de la sala de estar; se pone rígido y sus ojos se amplían.
Pedro voltea, con una sonrisa dura en su lugar y levanto la mano, ofreciendo un pequeño, raro saludo.
—Hola —susurro—. Lo siento.
Saluda y con otra sonrisa de disculpa, levanta un dedo señalándome que espere. Asiento, pensando que quiere que espere mientras termina su llamada… pero no es así.
En su lugar, asiente de regreso al suelo y luego camina por el piso en dirección al cuarto, cerrando la puerta detrás de sí.
Sólo puedo observar fijamente y parpadear a la simple puerta blanca. Su voz se escucha desde la sala de estar y, si es posible, es incluso más fuerte que antes.
Desmoronándome, dejo que mi bolso se deslice de
mi hombro para aterrizar en el sofá.
Hay comida en la esquina: una bolsa de pasta fresca, algunas hierbas y una rodaja de queso. Una baguette envuelta en papel café está junto a la olla de agua que comienza a hervir. La simple mesa de madera está compuesta en rojos, brillantes platos y un ramo de flores moradas vertidas en un pequeño jarrón en el centro. Nos hacía la cena.
Abro unas cuantas puertas de la alacena, buscando una copa de vino e intento ignorar las palabras que todavía oigo en la otra habitación.
De una persona que no conozco. En un lenguaje que no hablo.
También intento apisonar el hilo de intranquilidad que inquieta apretadamente mis entrañas. Recuerdo a Pedro diciéndome que a su jefe le preocupaba que se hubiera vuelto distraído y me pregunto si habla con él. Puede ser uno de los chicos —Fernando o Orlando— o Perry, el que no pudo ir a las Vegas. Pero, ¿sonaría tan frustrado hablando con su jefe o un amigo?
Mis ojos van al cuarto justo cuando la puerta se abre y salto,
sobresaltándome ligeramente antes de intentar lucir ocupada. Alcanzo un racimo de albahaca y busco un cuchillo en el cajón más cerca.
—Lo siento mucho —dice.
Hago un gesto con la mano y mi voz sale un poco ruidosa cuando digo—: ¡No te preocupes! No tienes que explicarme nada. Tenías una vida antes de que llegara.
Se inclina, dejando un beso en cada una de mis mejillas.
Dios, huele tan bien. Sus labios son suaves y tengo que agarrar la encimera para mantenerme quieta.
—Tenía una vida —dice, tomando el cuchillo de mis manos—. Pero tú también. —Cuando sonríe, no alcanza a llegar a sus ojos. No hay hoyuelo. Lo extraño.
—¿Por qué tu trabajo mata tu descanso? —pregunto, deseando que me toque de nuevo.
Con una sonrisa divertida, se encoje de hombros. —Todavía soy muy joven en la firma. Representamos a una gran corporación en un gran caso, así que tengo miles y miles de páginas de documentos que pasar. Ni siquiera creo que los abogados que han estado ahí por treinta años estén así de ocupados.
Llevo un pequeño tomate a mis labios, rozándolo con éstos y antes de tomar un bocado, digo—: Eso apesta.
Me observa masticar, asintiendo lentamente. —Sí, apesta. —Sus ojos se oscurecen y parpadea una vez, y luego otra vez; sus ojos se aclaran cuando su mirada encuentra la mía—. ¿Cómo estuvo tu día?
—Me siento culpable de salir y divertirme, y tú estás estancado en la oficina todo el día —admito.
Baja el cuchillo y voltea su rostro enfrentándome. —Entonces… ¿te quedarás?
—¿Quieres que me quede? —pregunto, mi voz llena de rareza y mi pulso endurece mi garganta.
—Por supuesto que quiero que te quedes —insiste. Con una mano titubeando, desarma su corbata y la tira al final de la encimera—. En vacaciones es fácil fingir que la realidad no existe. No consideré cómo mi trabajo afectaría esto. O quizás sólo creí que eras más inteligente que yo y menos impulsiva.
—Lo prometo. Estoy bien. París no apesta. —Le doy una sonrisa brillante.
—El problema es que me gustaría disfrutar de ti mientras estás aquí.
—Te refieres a mi chispeante humor y gran cerebro, ¿no? —le pregunto con una sonrisa, alcanzando la albahaca de la encimera.
—No, no me interesa tu cerebro. Me refiero a tus pechos.
Francamente, sólo me preocupo por los pechos.
Me río y el alivio fluye por mi torrente sanguíneo. Ahí está él. —¿Quién te dejó graduarte de la escuela de leyes, tonto?
—Tomó algo de persuasión, pero mi papá es un hombre rico.
Me río otra vez y él se acerca más, pero tan pronto como lo hace, el momento explota en algo raro de nuevo cuando llevo mi mano a él y nuestras manos se estrellan en el aire.
Nos disculpamos al unísono y luego nos quedamos de pie ahí, mirándonos fijamente.
—Puedes tocarme —digo.
Al mismo tiempo pregunta—: ¿Por qué nunca tomas el dinero que dejo en la mesa?
Me detengo por un momento antes de susurrar—: Me siento en un ambiente de prostituta por esa orden.
Pedro se inclina, riéndose conmigo. —Lo siento. No sé cómo decir todo lo que he practicado todo el día. —Pasa una mano por su cabello y lo deja desordenado, y ridículo y maldición. También quiero pasar mis dedos por él—. Es que tengo mucha culpa por no estar mucho aquí desde que llegaste y quiero asegurarme que te diviertas.
Ah. La culpa lo está haciendo la versión robot del chico adorable con el que me casé. — Pedro, no tienes que cuidarme.
Su rostro se desmorona un poco, pero segundos después se recompone. —Quiero contribuir de alguna manera.
—Me trajiste hasta aquí —le recuerdo.
—Pero apenas te veo. Y anoche, me quedé dormido… y tú… — Observo como su lengua sale y humedece sus labios. Está observando mi boca, labios abiertos—. Esto es tan raro —susurra.
—Lo más raro —concuerdo—. Pero tomaré tu dinero.
—Estamos casados.
—No estamos casados de esa manera.
Se ríe, meneando la cabeza en una simulada exasperación, pero la diversión trae su hoyuelo en su mejilla y provoca que mi corazón crezca diez veces más en mi pecho. Hola, cariño.
Legalmente, sí, estamos casados. Pero ya dependo de él por el hogar y comida. No hay manera de que esté cómoda tomando su dinero cuando ni siquiera sé su segundo nombre.
Mierda, ni siquiera sé su segundo nombre.
—Creo que es genial que tengas tanta diversión —dice
cautelosamente—. ¿Has estado en el Museo…?
—¿Cuál es tu segundo nombre? —interrumpo.
Inclina la cabeza, dejando que una pequeña sonrisa juegue en la esquina de sus labios. —No tengo.
Exhalando, digo—: Genial. Pedro Alfonso. Un buen nombre.
Su sonrisa se desmaraña como si quisiera igualarme en información.
—De acuerdo. ¿Cuál es tu segundo nombre?
—Tampoco tengo .
Lo observo por un momento, sintiendo una sonrisa posándose lentamente en mi boca. —Estamos haciendo todo el revés —susurro.
Dando un pequeño paso más cerca, dice—: Entonces necesito seducirte de nuevo.
Oh, los aleteos. —¿En serio?
Su sonrisa se eleva peligrosamente. —Te quiero en mi cama esta noche. Desnuda debajo de mí.
Está hablando de sexo y de repente, no hay manera que sea capaz de comer un poco de comida. Mi estómago gatea a mi garganta y prácticamente mis bragas caen con anticipación.
—Es el por qué quería comenzar por prepararte la cena —continúa, distraído—. Y mi madre me despellejaría vivo si supiera lo mucho que como comida para llevar.
—Bueno, no puedo imaginarte llegar a casa a la media noche y prepararte algo para comer.
—Cierto —dice lentamente, sacando la palabra en varias silabas mientras da otro paso más cerca—. Quería recompensar lo de anoche. — Sonríe y sacude la cabeza antes de bajar la mirada a mí—. Y el haberte dejado tan rápido esta mañana después que usaras mis dedos tan ingeniosamente. —Se detiene, asegurándose que tuviera íntegra atención antes de añadir—: Quería quedarme.
Oh. Me pregunto si puede oír la manera que mi corazón
repentinamente cae a mi estómago, porque se siente como un choque que retumba por la habitación. Mi cabeza está llena de palabras, pero debe haber algún tipo de corte entre mi cerebro y mi boca porque no sale nada. Cada pelo a lo largo de mi brazo se eleva y me observa, esperando por una reacción.
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