domingo, 9 de noviembre de 2014
CAPITULO 43
La brisa del atardecer riza mi cabello y las puntas cosquillean mi barbilla mientras el olor a pan y cigarrillos se desplaza desde un café que pasamos en nuestro camino al metro.
Echo un vistazo por encima del hombro a las filas de motos
aparcadas junto a la acera. —¿Dónde está tu moto? —le pregunto.
—En casa —dice con sencillez—. La dejé antes así podría caminar contigo.
No dice esto para ganarse una reacción, por lo que se pierde la forma en que mis ojos se vuelven hacia él. No hablamos de la noche del accidente, aunque se siente como un compañero constante en cualquier momento en que abordamos el tema de la escuela y la vida por delante.
Pero me ha mostrado que siempre fue consciente de lo sucedido y nunca me presionó, a diferencia de mi padre, que me consiguió una moto para mi primer cumpleaños fuera del hospital y en varias ocasiones me sugirió que volviera a la caballería. La franqueza de Pedro sigue siendo algo que me toma por sorpresa. Donde yo tiendo a darle muchas vueltas a todo lo que digo —preocupándome por si voy a ser capaz de decirlo— Pedro no tiene filtro. Las palabras parecen salir de su brillante boca sin siquiera
pensarlas dos veces. Me pregunto si siempre ha sido tan espontáneo, si es así con todos.
La parte con mayor actividad del día ha venido e ido, pero seguimos siendo afortunados por encontrar asientos juntos.
Nos sentamos al lado del otro en el tren lleno de gente, y veo nuestro reflejo en la ventana de enfrente de nosotros.
Incluso en el vidrio sucio y bajo las molestas y a menudo parpadeante luces fluorescentes, es imposible no ver lo hermoso que es. Es un adjetivo que nunca he usado para describir a un hombre, pero a medida que lo miro, observando los ángulos de la mandíbula, la prominencia de sus pómulos compensada por su boca suave, casi femenina, es lo único que parece adaptarse.
Él se aflojó la corbata y desabotonó la parte superior de su camisa para ofrecer un triángulo de piel lisa y bronceada. La camisa abierta enmarca su cuello largo y la sugerencia tentadora de clavícula asoma lo suficiente para hacer que me pregunte por qué nunca antes pensé en las clavículas como algo sexy.
Como si sintiera mi mirada, los ojos de Pedro se apartan del camino borroso que pasa al otro lado de la ventana, y encuentran los míos en el vidrio. Nuestros reflejos se sacuden por el movimiento del tren y Pedro también me observa y una sonrisita cómplice levanta las comisuras de su boca. ¿Cómo es posible sentarnos así en un silencio calmo y agradable, cuando hace apenas una hora lo tenía dentro de mí y mis manos se hallaban resbaladizas por el sudor mientras mis dedos luchaban por alcanzar el grifo?
Más pasajeros suben en la siguiente parada y Pedro se mueve, dándole su asiento a un señor mayor con pesadas bolsas en cada mano.
Comparten algunas palabras en francés, que obviamente no entiendo, y él toma el lugar frente a mí, con el brazo derecho levantado para agarrar la barandilla suspendida del techo.
Me da una vista excepcional de su torso y la parte delantera de sus pantalones de vestir. ¡Qué rico!
El sonido de risas me llama la atención y veo un grupo de chicas sentadas sólo a unas pocas filas de distancia.
Probablemente están en la universidad, creo, y sólo son unos pocos años más jóvenes que yo. Son demasiado viejas para la escuela secundaria, pero es evidente que todavía son estudiantes. Están sentadas con sus cabezas apretadas y si sus risitas silenciosas y las miradas con los ojos como platos son una indicación, sé exactamente lo que están viendo. O, más bien, a quién.
Parpadeo hasta encontrarlo mirando al hombre mayor, escuchando, ajeno a las miradas lascivas que lanzan en su dirección.
No las culpo, por supuesto. Si viera a Pedro en un tren, estoy segura que prácticamente me rompería el cuello en un intento de tener una mejor visión, y ahora, la noche en que lo vi al otro lado del bar en Las Vegas se siente como toda una vida atrás. En estos momentos me encuentro con ganas de felicitar a mi ―yo de antes por hacer o decir lo que fuera que llamó la atención de Pedro —y por un acto de Dios o por el alcohol, sigo sin entenderlo— la mantuve. A veces, creo que la ―yo de antes es un genio.
Se ríe, una risa profunda y masculina, por algo que el hombre ha dicho, y que el cielo me ayude, el hoyuelo aparece con toda su fuerza.
Inmediatamente miro por encima como la novia —esposa— celosa en que me he convertido y, efectivamente, cada cabeza en ese grupo de chicas está girada, con los ojos muy abiertos, la boca amplia y derritiéndose por él.
Y a pesar de que no he dicho absolutamente nada, estoy
empezando a preguntarme si cada pensamiento que tengo, de alguna manera, se proyecta sobre una pantalla por encima de mi cabeza. Porque en ese momento Pedro decide mirarme, con los ojos suaves y cálidos mientras estira el brazo para rozar un dedo por mi labio inferior. La posesividad chispea como una llamarada en mi pecho y me vuelvo en su mano, presionando mi boca sobre su palma.
Pedro está radiante cuando el tren se detiene en nuestra estación.
Toma mi mano mientras me levanto y me lleva a la puerta, ajustando su brazo alrededor de mi cintura tan pronto como estamos en la plataforma.
—Dejaste el trabajo temprano —le digo.
Se ríe. —¿Acabas de darte cuenta?
—No. Bueno… Sí. No pensé en eso antes. —Lo que él me contó de su jefe y su trabajo se reproduce como un eco dentro de mi cabeza—. No vas a estar en problemas, ¿verdad?
Se encoge de hombros de esa manera suya, fácil y descuidada. — Puedo trabajar desde casa —dice—. Llegué antes que los demás, e incluso yéndome tan pronto como lo hice, todavía trabajé un día completo.Simplemente no uno de catorce horas. Van a tener que acomodarse.
Pero está claro que todavía no van a tener que acomodarse. Pedro me besa dulcemente cuando entramos en el piso, y luego se mueve a su escritorio y enciende su ordenador portátil. Como si fuera una señal, suena su teléfono y se encoge de hombros como disculpándose antes de contestar con un cortado—: ¿Âllo?21
Oigo una voz masculina profunda en el otro extremo, y entonces, en lugar de su expresión cansada de trabajo, veo una sonrisa feliz propagarse sobre la cara de mi marido. —Hola, Or —dice—. Sí, estamos en casa.
Sacudo la mano, diciéndole que salude a Orlando de mi parte, y luego voy a mi habitación, agarrando mi libro del sofá antes de cerrar la puerta detrás de mí para darles un poco de privacidad.
La cama es amplia y perfecta, y me acuesto de manera
equivocada en ella, tendida como una estrella de mar.
Puedo oír los sonidos de la calle, y dejo que el olor a pan tostado y ajo se filtre a través de mis sentidos mientras miro mi libro, pensando perezosamente en lo que podríamos hacer para la cena. Pero, por supuesto, no me puedo
concentrar en una sola palabra en la página.
En parte es porque permanece en mi visión la manera en la que Pedro sonrío en el teléfono, o la forma en que su voz sonaba —tan profunda, aliviada, relajada— tan diferente de como lo he escuchado en las últimas semanas. A pesar de que él nunca pareció incómodo, y acabamos de pasar la noche más increíble, sigue siendo un poco formal conmigo, y sólo lo veo ahora con la intimidad de un mejor amigo en el otro extremo de la línea. Es exactamente cómo soy con Lola o Helena: espontánea, sin filtro.
Escucho su voz a través de la puerta, queriendo absorber la
suavidad aterciopelada, su carcajada profunda. Pero entonces le oigo aclararse la garganta y su voz baja. —Ella está bien. Quiero decir, por supuesto, es increíble. —Hace una pausa, y luego se ríe en voz baja—. Sé que piensas eso. Lo pensarás incluso cuando estemos casados durante treinta años.
Mi estómago hace una deliciosa pirueta pero cae incómodamente cuando dice—: No, no he hablado con ella sobre eso. —Otra pausa, y luego, más tranquilo—: Por supuesto que Perry no lo sabe. No quiero que nada de ese lío afecte a Paula—Me detengo, inclinándome más cerca para oír mejor. ¿Por qué no le dijo a Orlando que anoche Perry estuvo aquí golpeando la puerta?
Oigo el desconocido borde de frustración en su voz cuando dice—: Lo haré. Lo haré, Orlando, cállate la puta boca. —Pero luego se ríe de nuevo, eliminando cualquier tipo de tensión de la conversación que estoy escuchando a través de la puerta, y parpadeo, completamente confundida. ¿Cuál es la historia con Perry? ¿Qué es este lío desconocido, las preguntas sin respuesta que rodean el por qué no se encontraba en los Estados, y cómo podría eso afectarme?
Sacudiendo la cabeza para despejarme, me doy cuenta de que o bien tengo que salir y hacerle saber que lo oí, o irme. O las dos cosas. Ya tenemos bastantes secretos no intencionales… por lo menos él los tiene.
Abro la puerta de la habitación, entrando en la sala de estar y poniendo una mano en su hombro. Salta ligeramente al contacto, volviéndose hacia mí y luego levanta mi mano para besarla.
—Puedo oírte —le digo, haciendo una mueca de disculpa, como si la culpa fuera mía—. Voy a ir a la esquina y comprar algo para la cena.
Asiente, con los ojos agradecidos por la privacidad, y luego apunta a su cartera en la mesa de entrada. Lo ignoro y salgo, encontrando que soy capaz de exhalar una vez que estoy en el interior del pequeño ascensor
21¿Diga? En francés.
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