miércoles, 22 de octubre de 2014
CAPITULO 1
PAULA
El día en que nos graduamos oficialmente de la universidad no fue para nada como lo presentan en las películas. Lanzo mi birrete en el aire y cae golpeando a alguien en la frente.
El orador principal pierde sus notas con una ráfaga de viento y decide improvisar, ofreciendo un discurso de
apertura no inspirador sobre la tarea de convertir los errores en ladrillos para un brillante futuro, completo con incómodas historias acerca de su reciente divorcio. Nadie en las películas se ve como si fueran a morir de insolación en su vestido de poliéster… Le pagaría a alguien para quemar todas las películas que me arruinaron hoy.
Pero aun así, se las arregla para ser un día perfecto.
Porque mierda, acabamos.
Afuera del restaurante después del almuerzo, Lorelei —o Lola para los pocos que logran entrar en su círculo íntimo— saca las llaves de su bolso y las sacude hacia mí con un meneo de celebración. Su papá la besa en la frente y trata de fingir que no está un poco sentimental. La familia completa de Helena forma un círculo a su alrededor, abrazándose y hablando entre todos, reviviendo el Top de los Diez Momentos de Cuando Helena Caminó por el Escenario y se Graduó de la Universidad antes tirar de mí hacia el círculo y hacer los mismas comentarios sobre mis quince segundos de fama. Cuando me sueltan, sonrío, mirándolos terminar su dulce ritual familiar.
Llámame en cuanto llegues allí.
Usa la tarjeta de crédito, Helena. No, la American Express.
Está bien, cariño, este es tu regalo de graduación.
Te amo, Lola. Conduce con cuidado.
Nos despojamos de nuestros vestidos sofocantes, subimos al viejo apaleador Chevy de Lola, y escapamos hacia San Diego en una nube de gases del escape y silbidos vertiginosos, hacia la música, alcohol y locura que nos espera este fin de semana. Helena pone la lista de reproducción que hizo para el viaje —Britney Spears en nuestro primer concierto cuando teníamos ocho años. La completamente inapropiada canción de 50 Cent que de alguna forma nuestra clase negoció para que fuera el tema de nuestro baile de primer año. El himno de heavy metal que Lola jura es la mejor canción sexual, y cerca de otras cincuenta que de alguna manera construyen nuestra historia. Helena sube el estéreo lo suficientemente alto para que todas gritemos-cantemos sobre el caliente aire polvoriento que entra a través de las cuatro ventanas.
Lola aparta su largo cabello oscuro fuera de su cuello y me da la banda elástica, rogándome que lo ate por ella.
—Dios, ¿por qué está tan malditamente caliente? —grita desde el asiento del conductor.
—Porque manejamos por el desierto a cien kilómetros por hora en un Chevy de los ochenta sin aire acondicionado —responde Helena, abanicándose con un programa de la ceremonia—. ¿Recuérdame de nuevo por qué no trajimos mi auto?
—¿Porque huele a bronceador barato mezclado con olores de dudosa procedencia? —respondo y chillo cuando ella se abalanza sobre mí desde el asiento delantero.
—Vamos en mi auto —nos recuerda Lola mientras baja le volumen a Eminem—, porque casi chocaste el tuyo contra un poste telefónico tratando de apartar un insecto de tu asiento. No confío en tu juicio tras el volante.
—Era una araña —discute Helena—. Y enorme. Con tenazas.
—¿Una araña con tenazas?
—Pude haber muerto, Lola.
—Sí, pudiste. En un accidente automovilístico.
Una vez que he terminado con el cabello de Lola, me recuesto de nuevo y siento que soy capaz de exhalar por primera vez en semanas, riendo con mis dos personas favoritas en el mundo. El calor le ha robado todos los bits de energía a mi cuerpo, pero se siente bien sólo dejarse llevar, cerrar los ojos, y derretirme en el asiento mientras el viento azota mi cabello, muy fuerte para incluso pensar. Tres maravillosas semanas quedan por delante antes de mudarme al otro lado del país, y por primera vez en mucho tiempo, no tengo absolutamente nada que necesite hacer.
—Que amable de tus padres quedarse a almorzar —dice Lola con su tono cuidadoso y firme, encontrando mi mirada en el espejo retrovisor.
—Sí —Me encojo de hombros, agachándome para buscar en mi bolso un pedazo de goma de mascar o un caramelo, o lo que sea que me mantenga ocupada lo suficiente para no tratar de justificar la rápida salida de mis padres hoy.
Helena gira su cabeza para mirarme. —¿Pensé que iban a almorzar con todos?
—Supongo que no —digo simplemente.
Ella gira completamente en su asiento, frente a mí sin quitarse el cinturón de seguridad. —Bueno, ¿qué dijo David antes de que se fueran?
Parpadeo, mirando hacia el escenario plano que pasaba.
Helena nunca soñaría en llamar a su padre —o incluso al de Lola— por su nombre.
Pero siempre, desde que puedo recordar, para ella mi padre es simplemente David —dicho con tanto desprecio como puede reunir. —Dijo que estaba orgulloso de mí y que me ama. Que lamentaba no decirlo lo suficiente.
Puedo sentir su sorpresa en el silencio de contestación.
Helena sólo está en silencio cuando está sorprendida o enojada.
—Y —añado, aunque sé que este es el punto en el que debería callarme—, ahora puedo perseguir una carrera real y contribuir significativamente a la sociedad.
No presiones al oso, Paula, pienso.
—Jesús —dice—. Es como si le encantara golpearte justo donde duele. Ese hombre se educó en cómo ser un idiota.
Esto nos hace reír a todas, y parece que estamos de acuerdo en cambiar de tema porque, en serio, ¿qué más podemos decir? Mi papá es un poco idiota, e incluso lograr entrometerse cuando se trata de las decisiones de mi vida parece que no cambia eso.
El tránsito es ligero y la ciudad se levanta de la tierra plana, un racimo enredado de luces brillantes en el atardecer que se desvanece.
Con cada kilómetro el aire se hace más fresco, y siento un rebote de energía en el auto cuando Helena se sienta derecha y coloca una nueva lista de reproducción para nuestro tramo final. En el asiento trasero, me muevo, bailando, cantando junto con la canción de pop pegadiza.
—¿Están mis chicas listas para ponerse un poco salvajes? —pregunta, tirando de la visera del pasajero para colocarse lápiz labial en el diminuto y resquebrajado espejo.
—Nop. —Lola entra en la carretera East Flamingo. Justo más allá, el Strip de Las Vegas se extendía brillantemente, una alfombra de luces y cláxones escandalosos ante nosotras—. ¿Pero por ti? Tomaré tragos asquerosos y bailaré con cuestionables hombres sobrios.
Asiento, envolviendo mis brazos alrededor de Helena desde atrás y apretándola. Ella finge que se ahoga, pero coloca su mano sobre la mía para que no pueda escaparme. Nadie rechaza los abrazos menos convincentemente que Helena.
—Las amo, psicópatas —digo, y aunque con otra persona las palabras se perderían en el viento y el polvo de la calle que soplaban dentro del auto, Helena se inclina para besar mi mano y Lola me mira para sonreírme. Es como si ellas estuvieran programadas para ignorar mis largas pausas y sacar a mi voz del caos.
—Tienes que prometerme algo, Paula—dice Lola—. ¿Estás
escuchando?
—No quieres que huya y me convierta en una desnudista, ¿no?
—Lamentablemente, no.
Hemos estado planeando este viaje por meses —una última
aventura antes de que la madurez de la vida y la responsabilidad nos alcance. Estoy lista para lo que sea que ella tenga para mí. Estiro mi cuello, tomo una respiración profunda, pretendo crujir mis nudillos. —Qué mal.
Puedo manejar un tubo de una manera que ni imaginas. Pero está bien,suéltalo.
—Deja todo lo demás atrás en San Diego esta noche —dice—. No te preocupes por tu papá o cuál admiradora que Lucas se está cogiendo este fin de semana.
Mi estómago se sacude ligeramente ante la mención de mi ex, incluso a pesar de que terminamos en buenos términos casi hace dos años.
Es sólo que Lucas fue mi primera vez, y yo fui la suya, y aprendimos todo juntos. Siento como que debo ganar regalías sobre su actual desfile de conquistas.
Lola continúa—: No pienses sobre mudarte a Boston. No pienses en nada más que el hecho de que terminamos la universidad ¡La universidad, Paula! Lo hicimos. Sólo coloca el resto en una caja con candados y lánzala bajo la cama.
—Me gusta esta conversación de lanzar y camas —dice Helena.
Bajo otras circunstancias, esto me habría hecho reír. Pero por más deliberado que pudo haber sido, la mención de Lola de Boston acaba de borrar la pequeña ventana de espacio libre de ansiedad que de alguna manera había manejado encontrar. Inmediatamente se empequeñece cualquier molestia que sentí sobre el tema de la salida temprana de mi papá de la ceremonia más grande de mi vida, o Lucas y su lado puto recién descubierto. Tengo una creciente oleada de pánico sobre el futuro, y ahora que nos hemos graduado, es imposible ignorarlo más. Cada vez que pienso sobre lo que viene, mi estómago da un vuelco, se enciende, se carboniza. La sensación ocurre tanto últimamente que siento que debería darle un nombre.
En tres semanas me voy a Boston, a la escuela de negocios para variar, y tan lejos de mis sueños de infancia como pude haber imaginado.
Tendré suficiente tiempo para encontrar un apartamento y un trabajo que pague mis cuentas y acomodar mi horario de clases en otoño cuando finalmente haga lo que mi padre siempre ha querido y me una al río de tipos de negocios que hacen cosas de negocios. Incluso va a pagar por mi apartamento, felizmente.
—Dos habitaciones —insistió él, magnánimamente—. Así tu madre, yo y los chicos podemos visitarte.
—¿Paula? —preguntó Lola.
—De acuerdo —digo y asiento, preguntándome cuándo, de las tres, yo me convertí en la persona con más equipaje. El papá de Lola es un veterano de guerra. Los padres de Helena son Hollywood. Yo sólo soy la chica de La Jolla que solía bailar—. Lo voy a lanzar bajo la cama. —Decir las palabras en voz alta parece poner más peso tras ellas—. Lo pondré en una caja junto con los temibles juguetes sexuales de Helena.
Helena me lanza un beso atrevido y Lola asiente, decidida.
Lola sabe mejor que cualquiera de nosotras sobre estrés y responsabilidad, pero si ella puede dejarlo de lado por el fin de semana, yo también puedo.
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