Le lleva un rato a Madame Allard llegar a preguntarme si vamos a tener un bebé —está determinada a dar un rodeo a través de sus pensamientos sobre el nuevo cachorrito del edificio y las uvas frescas del mercado de la esquina— y luego incluso más tiempo a mí para convencerla que no. Su júbilo ante mi simple frase ―Madame, je ne sui pas enceinte” es suficiente para hacerme querer intentar pedir comida en francés.
Pero el mucho menos accesible camarero malhumorado con las cejas salvajes de la cervecería me hace reconsiderarlo, y en cambio pido mi plato favorito —soupe à l’oignon27— con mi habitual mirada de disculpa en inglés.
Me pregunto cuánta gente de la vida de Pedro asume que vine aquí con él porque me quedé embarazada. Incluso aunque él se fue solo durante tres semanas, ¿quién sabe lo que asume la gente de su vida? Y entonces me pregunto: ¿Se lo ha dicho a su madre? ¿A su padre?
¿Por qué la idea de estar embarazada ahora mismo me hace reír, y me hace sentir unos pequeños cosquilleos por dentro? Enceinte es una palabra maravillosa. Incluso más maravillosa es la idea de estar llena — llena de él, el futuro, y esta cosa construyéndose entre nosotros. Incluso si no hay un bebé creciendo dentro de mí, es una emoción genuina.
Es una esperanza que brilla intensamente. Inmediatamente mi estómago cae.
Impulsivamente, saco mi teléfono, escribiéndole, ¿Saben tus padres que estamos casados?
¿Cómo es que nunca se me ha ocurrido preguntarle esto?
No responde mientras como, y no es hasta que ha pasado casi una hora y estoy a un kilómetro del apartamento, vagando sin rumbo por calles curvas, cuando mi teléfono vibra en mi bolso.
Mi madre sabe, mi padre no. Y entonces: ¿Esto te preocupa?
Sabiendo que está en el trabajo y solo puedo tener su atención un segundo, escribo rápidamente: No. Mis padres no lo saben. Solo me di cuenta de lo poco que hemos hablado realmente de ello.
Hablaremos de ello más tarde, pero no está noche.
Miro fijamente mi teléfono durante un latido. Eso es ciertamente críptico. ¿Por qué no esta noche?
Porque esta noche eres traviesa, no agradable.
Estoy escribiendo mi respuesta —básicamente infiernos sí, y vuelve a casa tan pronto como puedas— cuando mi teléfono vibra con otro mensaje entrante… de Helena.
Estoy en Canadá.
Mis ojos se ensanchan mientras busco cualquier otra explicación que no sea la que ha encontrado inmediatamente mi cerebro. Helena no tiene familia en Canadá, ningún asunto en Canadá. Escribo mi pregunta tan rápido que tengo que corregir errores siete veces en siete palabras:
¿¿¿Estás allí para tener sexo con Fernando???
Ella no responde inmediatamente, y sin pensar, le escribo a Pedro por confirmación.
No a Lola.
De hecho, se siente natural escribirle a Pedro primero… mierda, tenemos gente en común, una comunidad compartida ahora. Mis dedos tiemblan mientras escribo:
¿¡Voló Helena a Canadá para visitar a Fernando este
fin de semana?!
Pedro responde unos pocos minutos más tarde, Deben de habernos escrito al mismo tiempo. Al parecer ella llegó llevando nada más que su gabardina.
Asiento mientras escribo mi respuesta: Eso suena propio de Helena.
¿Cómo consiguió atravesar la seguridad sin tener que quitársela?
Ni idea, dice. Pero será mejor que no estén intentando robarnos nuestro juego de disfraces.
Mi sangre hierve a fuego lento de forma deliciosa con la
anticipación. ¿A qué hora estarás en casa?
Estaré aquí con el dragón hasta alrededor de las 21:00.
¿Las nueve en punto? Inmediatamente me desinflo, escribiendo Vale antes de deslizar mi teléfono de nuevo en mi bolso. Pero entonces, se me ocurre una idea: ¿Quería que fuera traviesa? Le daré traviesa.
*****
Últimamente, Pedro ha estado escribiéndome alrededor de la hora de cenar —cuando está trabajando y yo estoy en casa. La rutina solo ha estado sucediendo tal vez en los últimos cuatro días, cuando nuestros horarios coincidían así, pero de alguna manera sé qué esperar alrededor de las siete, cuando él se toma su descanso de la noche.
Estoy lista, en la habitación, cuando mi teléfono vibra sobre el edredón a mi lado.
No olvides lo que quiero esta noche. Cena. Te mantendré levantada.
Con manos temblorosas, presiono su nombre para llamarle y espero mientras el tono suena una vez… dos veces…
—¿Âllo? —responde, y luego se corrige al inglés—. ¿Paula? ¿Está todo bien?
—¿Profesor Alfonso? —pregunto con voz alta y vacilante—. ¿Es un buen momento para llamar? Sé que no es su horario de oficina…
El silencio me saluda desde el otro lado de la línea y después de varios largos latidos, se aclara la garganta tranquilamente. —En realidad, Paula —dice, una voz diferente ahora —no la suya, sino la de alguien severo irritado por la interrupción—. Estaba en medio de algo. ¿Qué es?
Mis manos se deslizan hacia abajo por mi torso, sobre mi ombligo y más abajo, entre mis piernas abiertas. —Tenía algunas preguntas sobre lo que estaba enseñándome, pero puedo volver a llamar en un momento mejor.
Necesito oír su voz, perderme en ella para encontrar el valor para hacer esto cuando él no está esperándolo. Cuando puede que esté sentado en la mesa enfrente de alguien.
Casi puedo imaginar la forma en que se inclina, nivelando el
teléfono contra su oreja y escuchando cuidadosamente cada sonido al otro lado de la línea. —No, estoy aquí ahora. Adelante con ello.
Mi mano se desliza hacia arriba de nuevo, los dedos presionando mi piel. Pretendo que es su mano, y que está cerniéndose sobre mí, observando cada expresión que pasa por mi cara. —Más temprano hoy, en clase —empiezo, mi respiración atascada cuando le oigo exhalar forzosamente. Busco en mi memoria algún rudimentario término legal de mis clases de ciencias políticas de hace dos años—. ¿Cuándo hablaba sobre políticas judiciales?
—¿Sí? —susurra, y ahora sé que debe de estar solo en su oficina. Su voz se ha vuelto ronca, provocadora, lo suficiente profunda para que si él estuviera aquí, pudiera imaginar la forma en que la luz del sol se derretiría de sus ojos y fingiría ser duro y calculador.
—No creo haber estado más cautivada por una conferencia antes.—Sostengo mi teléfono entre mi oreja y mi hombro encorvado, deslizando mi otra mano hacia arriba sobre mi pecho. Mis pechos… Pedro los ama de una forma en que nadie más lo ha hecho antes. Siempre me ha encantado ser capaz de moverme alrededor de ellos fácilmente. Pero bajo su toque, me he dado cuenta de lo sensibles que son, de la forma en que responden—. Nunca he disfrutado de una clase tanto como la suya.
—¿No?
—Y no podía parar de pensar… —digo, haciendo una pausa para crear efecto, pero también porque puedo oír su respiración y quiero bucear en la lenta y profunda cadencia. Siento algo dentro de mí dispararse con deseo—. Pensaba cómo sería si se reuniera conmigo fuera de la escuela.
Pasan varios latidos de corazón antes de que responda. —Sabe que no puedo hacer eso, Srta. Chaves.
—¿No puede debido a las normas? ¿O porque no quiere hacerlo? — Mis dedos se están moviendo más rápido ahora, deslizándose fácilmente sobre la piel que se había vuelto más receptiva con el sonido de su voz, el sonido de su respiración a través de la línea. Puedo imaginarle sentado detrás de su escritorio, su mano empuñándose a sí mismo a través de su cremallera. Incluso el pensamiento me hace jadear.
—Debido a las normas. —Su voz baja hasta ser apenas un susurro—. Y también porque no puedo querer hacerlo. Eres mi estudiante.
Sin querer, gimo en voz baja, porque él quiere. Me desea, incluso cuando está sumergido en trabajo a kilómetros de distancia.
¿Cómo se sentiría ser realmente su estudiante, o ser una de las chicas en el metro, observándole, deseándole? ¿Qué pasa si realmente fuera mi profesor, y cada día tuviera que sentarme y escuchar su tranquila y profunda voz, incapaz de moverme hacia delante, atrapar sus ojos, pasar mis manos hacia arriba por su pecho, hasta su grueso cabello?
—Paula, no estás haciendo nada… inapropiado justo ahora, ¿verdad? —pregunta, la voz severa de vuelta en su lugar.
Es la primera vez que no puedo ver su cara cuando estamos jugando así, pero ya le conozco lo suficientemente bien para saber que está fingiendo. Su voz nunca es severa conmigo, incluso cuando está molesto. Siempre es uniforme y
constante.
Mi espalda se arquea, separándose del colchón por la sensación que me inunda y el calor en mis muslos, en mi vientre bajo. —¿Quieres oírme? —pregunto—. ¿Te gusta imaginarme haciendo esto en tu cama?
—¿Estás en mi cama? —sisea, sonando airado—. ¡Paula! ¿Te estás tocando a ti misma?
La emoción del juego gira a través de mí, haciéndome sentir
mareada y casi drogada. Recuerdo la forma en que me miró esta mañana, en conflicto, queriendo tomarme antes de irse a trabajar.
Recuerdo cómo se sintió su boca sobre mi cuello cuando se subió a la cama anoche, cómo tiró de mí contra su pecho, haciendo la cucharita toda la noche. Y entonces, cuando apenas susurro—: Oh, oh, Dios —oigo su gemido sordo al otro lado de la línea y caigo completamente deshecha en piezas por mi propia mano, fingiendo que es la suya, sabiendo lo mucho mejor que se sentirá cuando de verdad sea la suya, más tarde.
Y él puede imaginarme ahora, porque me ha visto hacer esto.
Mis piernas están temblando y grito en el teléfono, cabalgando la oleada de calor, de puro placer que se desliza a través de mi piel. Digo su nombre, algunas otras cosas que no estoy segura siquiera de que sean coherentes, pero con solo saber que está escuchando, y que es todo lo que puede hacer —que no puede tocarme, ni verme, ni sentirme— prolonga mi liberación hasta que estoy agotada y jadeando, mi mano deslizándose a mi cadera y luego al colchón junto a mí.
Sonrió en el teléfono, somnolienta y satisfecha… por ahora.
—Paula.
Parpadeando, trago y susurro. —Oh, Dios. No puedo creer que hice eso. Lo siento tan…
—No vayas a ninguna parte —gruñe—. Estaré allí pronto para encargarme de esta… esta indiscreción.
27 Sopa de cebolla.
No hay comentarios:
Publicar un comentario