viernes, 31 de octubre de 2014

CAPITULO 24




Despierto por la mañana a una hora brillante y desconocida. 


En el exterior hay pájaros, voces y camiones. Huelo pan y café, y mi estómago se aprieta, protestando rápidamente que todavía no estoy lista para comer. Y tan pronto como me acuerdo del día anterior, una ola de calor cubre mi piel; si se trata de la vergüenza o la fiebre, no tengo ni idea. Me saco las mantas y veo que estoy vestida sólo con una de sus camisetas y mi ropa interior.


Y entonces, escucho a Pedro en la otra habitación, hablando inglés.


—Está durmiendo —dice—. Ha estado muy enferma, este último día.


Me incorporo en respuesta a las palabras, pero estoy más sedienta de lo que nunca he estado en mi vida. Agarro el vaso de agua en la mesita de noche, lo llevo a mis labios, bebiéndola en cuatro tragos largos y agradecidos.


—Por supuesto —dice, más cerca ahora. Está justo al otro lado de la puerta—, sólo un momento.


Sus pies entran silenciosamente en la habitación y cuando ve que estoy despierta, su cara cambia del alivio a la incertidumbre, y luego al lamento. —De hecho, ya está despierta —dice en el teléfono—. Aquí está.


Es mi teléfono el que está entregándome, y la pantalla dice que mi padre está en la línea. Pedro cubre el receptor brevemente, susurrando—: Ha llamado al menos diez veces. Lo he cargado, afortunadamente… o no —dice con una sonrisa de disculpa—, tienes un montón de batería de sobra.


Mi pecho duele, el estómago se retuerce por la culpa. Al presionar el teléfono contra mi oído, sólo consigo sacar un—: Papá, hola. Yo… —antes de que me interrumpa.


—¿Qué demonios está mal contigo? —grita, pero no espera una respuesta. Alejo el teléfono unos pocos centímetros de mi oído para aliviar el dolor de sus gritos—. ¿Estás en las drogas? ¿Es eso lo que quiere decir esta persona Pedro cuando dice que estás enferma? ¿Es ese tu traficante?


—¿Qué? —Parpadeo y mi corazón late tan rápido que estoy
aterrorizada de que tenga algún tipo de momento cardíaco—. Papá, no.


—¿Quién que no sea un drogadicto vuela a Francia sin previo aviso, Paula? ¿Estás haciendo algo ilegal?


—No, papá. Yo…


—Eres increíble, Paula. Increíble. Tu madre y yo hemos estado muy preocupados, ¡llamando constantemente en los últimos dos días! —La rabia en su voz llega tan claro como si estuviese en la habitación contigua.


Me puedo imaginar lo roja que está su cara, los labios húmedos de saliva, la mano temblorosa con la que agarra el teléfono.


—Nunca entenderás. Nunca entenderás. Sólo espero que a tus hermanos les vaya mejor cuando tengan tu edad.


Cierro la boca, cierro los ojos, cierro mis pensamientos. 


Tengo la vaga sensación de Pedro sentado a mi lado en la cama, su mano frotando círculos suaves en la espalda. La voz de mi padre está en auge, siempre con autoridad. Aun si presionaba completamente el teléfono al oído, sé que Pedro sería capaz de escuchar cada palabra. Sólo puedo imaginar lo que él le dijo a Pedro antes hablar conmigo.


En el fondo, puedo oír la voz de mi madre suplicando en un
murmullo. —David, cariño, no. —Y sé que está tratando con cuidado de hacerse con el teléfono. Y luego su voz se ha ido, voces apagadas detrás de su mano sobre el receptor.


No lo hagas, mamá, pienso. No hagas esto por mí. 


Defenderme en este momento no vale la pena los días de tratamiento de silencio seguido por más días de insultos sucios y sarcásticos.


Papá regresa a la línea, su voz templada y afilada como un cuchillo.


—¿Te das cuenta, Paula, que estás en un mundo de problemas? ¿Me escuchas? Un mundo. Si crees que voy a ayudarte a mudarte a Boston después de esto, estás delirando.


Dejo caer mi teléfono en el colchón, la voz de papá sigue a toda velocidad a través de la línea, pero el vaso de agua que he tomado no quiere quedarse en su lugar. El cuarto de baño está junto al dormitorio de Pedro, y estoy tropezando al abrirme camino, cayendo sobre mis rodillas frente a la taza del baño, y ahora no sólo tengo que sufrir la humillación de que Pedro escuche a mi padre regañándome por teléfono, sino también verme vomitar. Otra vez.


Trato de calmarme para poder ir a lavarme la cara, buscando a tientas para encontrar donde se supone que tengo que presionar para tirar de la cadena y, en su defecto, caer a un lado por el agotamiento y aterrizar en la baldosa fría.


—Paula —dice Pedro, poniéndose de rodillas junto a mí y frotando mi brazo.


—Dormiré aquí hasta que me muera. Estoy segura de que Helena enviará a uno de sus criados para recuperar mi cuerpo.


Riendo, me levanta en una posición sentada y luego me saca la camisa sobre la cabeza. —Vamos, Cerise —murmura, besándome detrás de la oreja—. Estás ardiendo. Déjame ponerte en la ducha y luego vamos al médico. Me preocupa. Estás haciendo que me preocupe.

CAPITULO 23




Y sin embargo, no hay palabras para la humillación de ser empujada en una silla de ruedas para recoger el equipaje y sentarme en medio de Charles de Gaulle, sosteniendo una bolsa para el mareo en mi cara en caso de que pierda los dos sorbos de agua que he conseguido en la última hora. El mundo se siente demasiado brillante y animado, una pregunta francesa tras otra emergen desde los altavoces a mí alrededor.


Después de una eternidad, Pedro vuelve con nuestro equipaje y lo primero que pregunta es si he vomitado de nuevo.


Le digo que debería de ponerme en un avión rumbo a California.


Creo que se ríe y dice que no.


Me mete en la parte trasera de un taxi antes de subir después de mí, y hablarle al conductor en francés. Está hablando tan rápido que estoy segura que no hay forma de que alguien lo puede entender, pero el conductor parece sí. 


Nos despegamos de la acera y salimos a una velocidad irreal desde el principio. La salida del aeropuerto es todo
sacudidas y arranques, aceleraciones y virajes bruscos.


Una vez que entramos en el meollo de la ciudad, surgen edificios de muy altos y calles amenazadoramente estrechas y curveadas. Es angustioso. El conductor del taxi no parece saber dónde está su pedal de freno, pero seguro que sabe dónde está su claxon. Me hundo en el costado de Pedro, tratando de mantener lo que queda de mi estómago sin que suba por mi garganta. Estoy segura de que hay un millón de cosas de la ciudad que quiero ver por la ventana; la arquitectura, el vibrante verde que casi se puede sentir en la luz que entra por la ventana, pero estoy temblando, sudorosa y casi inconsciente.


—¿Está manejando un taxi o jugando a un videojuego? —murmuro, apenas coherente.


Pedro ríe en silencio en mi pelo, susurrando—: Ma beauté 7.


En un latido, el mundo se detiene, batiendo y sacudiéndose, y soy empujada del asiento. Unos fuertes brazos me levantan detrás de mis rodillas y alrededor de mi espalda.


Pedro me carga fácilmente hacia un edificio y nos mete
directamente en un pequeño ascensor. Espera que el taxista saque las maletas detrás de él y las envíe con nosotros. 


Puedo sentir el aliento de Pedro en mi sien, puedo oír los engranajes del ascensor llevándonos cada vez más alto.


Me giro hacia él, mi nariz en la suave y cálida piel de su cuello, disfrutando su olor. Huele a hombre, cerveza de jengibre y un pequeño remanente de jabón de hace muchas horas, desde que se duchó en la habitación del hotel.


Y entonces, recuerdo que mi olor actual debe ser repugnante. —Lo siento —susurro, volviendo la cabeza y tratando de apartarme.


Pero él me aprieta, diciendo en mi cabello—: Shhh.


Se esfuerza para encontrar las llaves en el bolsillo mientras me carga, y una vez que estamos dentro, me deja en pie y es sólo ahora que mi cuerpo parece obtener el permiso de responder al viaje en taxi: Me volteo, doblándome sobre mis rodillas y vomitando toda el agua que tengo en mi estómago en el cubo cerca de la puerta.


En serio, no es posible que mi humillación aumente.


Detrás de mí, oigo a Pedro reclinarse pesadamente contra la puerta antes de deslizarse por mi espalda, presionando su frente justo entre los omóplatos. Está temblando en una risa silenciosa.


—Oh, Dios mío —me quejo—. Este es el peor momento en la historia.—Porque lo es, y resulta que mi humillación puede crecer mucho más.


—Pobre chica —dice, besando mi espalda—. Debes sentirte
miserable.


Asiento, tratando, pero fallando, de llevar el cubo conmigo cuando me levanta, tomándome por las costillas.


—Déjalo —dice, sin dejar de reír—. Vamos, Paula. Déjalo. Yo me ocuparé de eso.


Cuando me acuesta en un colchón, soy apenas consciente de la luz, su olor está en todas partes. Estoy demasiado incoherente para curiosear su apartamento, pero hago una nota mental para mirar y elogiarlo tan pronto como no me quiera morir. Agrego esta tarea a la lista en la que también le doy las gracias profusamente y, a continuación, pido disculpas, luego me subo a un avión y regreso mortificada a California.


Con una pequeña palmadita en la espalda, se ha ido y casi
inmediatamente me duermo y tengo complejos y febriles sueños sobre conducir a través de oscuros túneles estrechos.


A mi lado, el colchón se sumerge donde se sienta y me despierto de un tirón, sabiendo de alguna manera que ha sido apenas un minuto desde que se fue.


—Lo siento —me quejo, tirando de mis rodillas a mi pecho.


—No lo hagas. —Pone algo en una mesa cerca de la almohada—. He puesto un poco de agua aquí. Acércate con precaución. —Todavía puedo oír la sonrisa en su voz, pero es serena, sin burla.


—Estoy segura de que esto no es cómo imaginaste nuestra primera noche aquí.


Su mano acaricia mi cabello. —Ni tú.


—Probablemente es lo menos sexi que has visto —balbuceo, rodando en el cálido y limpio olor de la funda de almohada de Pedro.


—¿Lo menos sexy? —repite con una sonrisa—. No olvides que recorrí en moto los Estados Unidos con gente sucia y sudada.


—Sí, pero nunca quisiste tener relaciones sexuales con ninguno de ellos.


Sus manos se quedan quietas en donde está frotando suavemente mi espalda, y me doy cuenta de lo que acabo de decir. Es para reírse, esta suposición de que alguna vez me va a tocar sexualmente de nuevo después de las últimas quince horas. —Duerme, Paula.


¿Ves? Prueba. Me llamó Paula, no Cerise.



7 Hermosa mía.

jueves, 30 de octubre de 2014

CAPITULO 22



Me pongo de pie, tropezando con él antes de que tenga tiempo de salir de su asiento y prácticamente caigo en el pasillo. Estoy recibiendo miradas de los demás pasajeros, miradas de shock, lástima y asco, pero sólo deberían estar contentos de que me las arregle para aferrarme a mi bolsa de vómito cuando me lancé hacia el pasillo. A pesar de que tengo que concentrarme en caminar mientras tropiezo hacia el cuarto de baño, en mi mente les devuelvo las miradas. 


¿Han estado alguna vez enfermos en un avión lleno con quinientas personas, entre ellas su nuevo esposo extranjero? ¿No? Entonces, pueden cerrar su maldita boca.


Una pequeña misericordia es el baño vacío a pocas filas y empujo para abrir la puerta, prácticamente colapsando dentro. Me deshago de la bolsa en el pequeño bote de basura y me tiro al suelo, inclinándome sobre el inodoro. El aire frío sopla mi cara y el líquido azul en el cuenco es suficiente para provocarme arcadas de nuevo. Estoy temblando con fiebre, involuntariamente gimiendo con cada exhalación. Sea cual sea el insecto que me picó, entró como un tren corriendo por la pista y golpeó un edificio a toda velocidad.


Hay momentos en la vida en que me pregunto si las cosas pueden empeorar. Estoy en un avión, con mi nuevo esposo, cuyo entusiasmo por toda esta cosa parece estar decayendo, y es en este momento de profunda lástima que registro, con horror absoluto, que también acaba de comenzar mi periodo.


Bajo la mirada a mis pantalones blancos y ahogo un sollozo cuando tomo un poco de papel higiénico, doblándolo y colocándolo en mi ropa interior. Me pongo de pie y mis manos son bruscas y débiles cuando me saco mi sudadera, atándola alrededor de mi cintura. Salpico un poco de agua en mi cara, cepillo mis dientes con el dedo y casi tengo arcadas, mientras mi estómago se revuelve en advertencia.


Esto es una pesadilla.


Un golpe silencioso aterriza en la puerta, seguido por la voz de Pedro—: ¿Paula? ¿Estás bien?


Me apoyo en la pequeña barra mientras alcanzamos un pequeño grupo de turbulencia y el efecto dentro de mi cuerpo se magnifica. Casi me desmayo por la sensación de mi estómago cayendo en el aire.


Después de un golpe, abro un poco la puerta. —Estoy bien.


Por supuesto que no estoy bien. Estoy horrorizada, y si pensaba que podía escapar del avión arrastrándome en este inodoro, podría tratar.


Parece preocupado… y drogado. Sus párpados están pesados, sus parpadeos son lentos. No sé lo que tomo para dormir, pero sólo estuvo noqueado por una hora, y se mueve más o menos como si fuera a caerse.


—¿Puedo ofrecerte algo? —Su acento es más grueso con su somnolencia, sus palabras más difíciles de seguir.


—No, a menos que tengas una farmacia en tu equipaje de mano.


Sus cejas se juntan. —Creo que tengo ibuprofeno.


—No —le digo, cerrando los ojos por un instante—. Necesito… cosas de chicas.


Pedro parpadea lentamente una vez más, la confusión hace fruncir su ceño aún más. Pero entonces, parece entender, ampliando mucho los ojos. —¿Es por eso que estás vomitando?


Estuve a punto de reír por la expresión de su rostro. La idea de que podría sufrir el período y vomitar cada mes parece horrorizarlo por mi.


—No —contesto, sintiendo como mis brazos empiezan a temblar por el esfuerzo de estar derecha—. Sólo una fabulosa coincidencia.


—¿No… tienes nada? ¿En tu bolso?


Dejo salir lo que tiene que ser el suspiro más pesado conocido por el hombre. —No —digo—. Estaba un poco… distraída.


Asiente, frotándose la cara, y cuando baja la mano, se ve más despierto y decidido. —Quédate aquí.


Cierra la puerta con un determinado clic, le oigo llamar a una azafata y me hundo sobre el asiento del inodoro, apoyando los codos sobre las rodillas y la cabeza entre las manos mientras lo escucho a través de la puerta.


—Siento molestarla, pero mi esposa… —dice, y luego se detiene. Con la última palabra que dice, mi corazón comienza a martillar—. ¿La que se enfermó? Ha empezado su… ¿ciclo? Y me pregunto si guarda algún tipo, o mejor dicho, si tiene… algo. 


Verá, todo esto sucedió un poco rápido y empacó con prisa, y antes de eso estábamos en Las Vegas. No tengo idea de por qué vino conmigo, pero en serio no quiero arruinar esto. 


Y ahora necesita algo. ¿Puede, uh... —tartamudea, y luego simplemente dice—: prestarle quelque chose 6? —Me tapo la boca mientras continúa divagando. Daría cualquier cosa en este momento para ver la expresión de la azafata al otro lado de la puerta—. Es decir, para que use — continúa—. No pedir prestado, porque no creo que funcionen de esa manera.


Oigo la voz de una mujer preguntando—: ¿Sabe si necesita
tampones o toallas?


Oh Dios. Oh Dios. Esto no puede estar pasando.


—Um… —Le oigo suspirar y luego decir—: No tengo ni idea, pero te daré cien dólares para poner fin a esta conversación y que me des de ambos.


Esto es oficialmente lo peor. Sólo puede mejorar.


6 Cualquier cosa.

CAPITULO 21



La rampa está llena con un extraño zumbido que se quedará en mi cabeza durante horas. Pedro camina detrás de mí, y me pregunto si mis pantalones son demasiado apretados, mi cabello demasiado desordenado. Puedo sentirlo mirándome, quizás chequeándome ahora que invadiré su vida real. Quizás reconsiderándolo. La verdad es que no hay nada romántico en abordar un avión, volar durante quince horas con un virtual desconocido. Lo emocionante es la idea. No hay nada escapista o brillante sobre aeropuertos sobrepoblados o aviones donde no cabe un alfiler.


Guardamos las maletas, tomamos nuestros asientos. Estoy en medio, él está en el pasillo y hay un hombre mayor leyendo un periódico junto a la ventana, cuyos codos presionan en mi espacio, afilado pero de manera inconsciente.


Pedro ajusta el cinturón, y luego lo ajusta de nuevo antes de alcanzar la ventilación. Lo apunta hacia sí mismo, y luego a mí y luego a sí mismo otra vez antes de apagarlo. Enciende la luz, y sus manos caen de nuevo en su regazo, inquieto. 


Por último, cierra los ojos y cuento mientras toma diez
respiraciones profundas.


Oh, mierda. Es un pasajero nervioso.


Soy la peor persona posible en este momento, porque no hablo libremente, ni siquiera en momentos como éste cuando se requiere cierta tranquilidad. Me siento desesperada por dentro y mi reacción a lo ―frenético es estar completamente inmóvil. Soy el ratón en el campo y se siente como si cada situación desconocida en mi vida es un águila volando encima de mí. De repente, es cómico que haya decidido hacer esto.


Se realizan los anuncios, se prepara el desastre, el avión apaga sus luces y sube fuertemente a través del cielo nocturno. Tomo la mano de Pedro, es lo menos que puedo hacer, y la agarra con fuerza.


Dios, quiero hacer esto mejor.


Unos cinco minutos más tarde, su mano se relaja y luego se desliza débilmente de la mía, cargada de sueño. Tal vez si le hubiera dado más atención, o si lo hubiera dejado hablar más la noche que nos conocimos, habría sido capaz de decirme lo mucho que odia volar. Tal vez entonces pudo haberme dicho que tomaba algo para ayudarle a dormir.


Las luces de la cabina se apagan y ambos hombres a mi lado están profundamente dormidos, pero mi cuerpo parece ser incapaz de relajarse.


No es un sentimiento normal, estar tensa o algo así. Es como tener fiebre,estar inquieta en mi propia piel, incapaz de encontrar una posición cómoda.


Saco el libro que ciegamente metí en mi equipaje de mano;
desafortunadamente, es el libro de memorias de una famosa presidenta ejecutiva; un regalo de graduación de mi padre. La portada, una foto de ella de pie en un sencillo traje contra un fondo azul claro, no hace nada para estabilizar mi estómago agrio. En su lugar, leo cada palabra de seguridad insertada del avión y la revista SkyMall en el bolsillo del asiento frente a mí, y luego robo la revista de la aerolínea del bolsillo de Pedro y le echo un vistazo.


Todavía me siento horrible.


Levantando las piernas, presiono la frente a mis rodillas, tomando tanto aire como sea posible. Trato de respirar profundamente, pero nada parece ayudar. Nunca antes he tenido un ataque de pánico, así que no sé lo que se siente, pero no creo que sea esto.


Espero que no sea así.


Es sólo cuando la azafata me entrega un menú, y ambas opciones, salmón o tortellini, hacen que se me revuelva el estómago es que me doy cuenta de que lo que estoy sintiendo no son sólo nervios. Ni siquiera es el surgimiento del dolor de cabeza con resaca; es otra cosa. Mi piel está caliente y demasiado sensible. Mi cabeza flota.


La comida es llevada dentro de la cabina, el olor a salmón, patatas y espinacas es tan penetrante y espeso que estoy jadeando, estirándome en mi asiento para acercarme a la fina corriente de aire frío. No es suficiente. Quiero escapar al baño, pero inmediatamente sé que no voy a lograrlo. Antes de que pueda despertar a Pedro, estoy desesperadamente cavando en el bolsillo del asiento frente a mí por una bolsa para el mareo, apenas consiguiendo abrirla antes de inclinarme y soplar violentamente adentro.


No hay nada peor que este momento, estoy segura de ello. 


Mi cuerpo está a cargo, y no importa lo mucho que mi cerebro le dice que se calle, para vomitar como una correcta dama, en maldito silencio, no lo haré. Gimo, sintiendo otra ola golpeándome, y a mi lado Pedro se despierta con una sacudida. Presiona la mano en mi espalda y su agudo ―¡Oh, no! 


trae mi humillación a la superficie.


No puedo dejar que me vea así.

miércoles, 29 de octubre de 2014

CAPITULO 20



En la puerta, nuestro vuelo ya está siendo abordado, y tengo un momento de pánico pensando que tal vez él ya está en el avión cuando no puedo ubicarlo entre la masa de cabezas en fila dirigiéndose por la rampa. Busco salvajemente, autoconscientemente, y es una horrible sensación de ansiedad ahora que estoy aquí: diciéndole que cambié de opinión y quiero venir a Francia y…


Vivir con él.


Confiar en él.


Estar con él.


Requiere un tipo de valentía que simplemente no estoy segura de tener fuera de una habitación de hotel, donde todo es un juego temporal, o en un bar donde el licor me dejó encontrar el papel perfecto para interpretar toda la noche. Es posible que calcule mentalmente el peligro de estar relativamente borracha por la totalidad de las próximas semanas.


Una mano cálida se envuelve alrededor de mi hombro y me doy la vuelta, para mirar los amplios ojos verdes confusos de Pedro. Su boca se abre y se cierra un par de veces antes de sacudir su cabeza como si la estuviera despejando.


—¿Te dejaron venir aquí para decir adiós? —pregunta, pareciendo probar las palabras. Pero luego, mira más de cerca: Me he cambiado a unos pantalones blancos, una camiseta azul bajo una sudadera verde.


Tengo un equipaje de mano colgado encima de mi hombro, me he quedado sin aliento y llevo lo que sólo puedo imaginar es una mirada de pánico en mi rostro.


—Cambié de opinión. —Engancho mi bolso en mi hombro y observo su reacción: su sonrisa llega un poco demasiado lento para tranquilizarme inmediatamente.


Pero por lo menos sonríe, y parece genuina. Luego, me confunde aún más diciendo—: Creo que ahora no puedo estirarme y dormir en tu asiento.


No tengo ni idea de qué decir a eso, así que simplemente sonrió torpemente y bajo la mirada a mis pies. El asistente de la puerta llama a otra sección del avión para embarcar y el micrófono grazna bruscamente, lo que nos hace saltar a ambos.


Y entonces, parece que el mundo entero queda completamente en silencio.


—Mierda —susurro, mirando la manera en que vine. Es demasiado brillante, demasiado fuerte, demasiado lejos de Las Vegas o incluso la intimidad de su habitación de hotel en San Diego. ¿Qué diablos estoy haciendo?—. No tenía que venir. No…


Me hace callar, dando un paso más e inclinándose para besar mi mejilla. —Lo siento —dice cuidosamente, pasando de una mejilla a la otra—. De repente estoy muy nervioso. Eso no fue divertido. Estoy tan contento de que estés aquí.


Con una exhalación fuerte, me giro cuando presiona su mano en mi espalda baja, pero es como si nuestra burbuja climatizada hubiese sido perforada y hemos entrado tras bambalinas y las luces más deslumbrantes de la realidad. 


Me presiona, sofocándome. Mis pies se sienten como si
estuvieran hechos de cemento mientras entrego mi boleto al asistente de la puerta, forzando una sonrisa nerviosa antes de subir la rampa.


Lo que conocemos son bares débilmente iluminados, bromas juguetonas, las sábanas limpias y nítidas de habitaciones de hotel. Lo que conocemos es la posibilidad no correspondida, la tentación de la idea. La fantasía. La aventura.


Pero cuando se elige la aventura, se convierte en la vida real.

CAPITULO 19




Ahora estoy segura de saber lo que quiere decir la frase ―piernas temblorosas porque estoy temiendo tener que salir de mi coche y utilizar mis piernas. He estado con tres personas además de Pedro, pero incluso con Lucas, el sexo nunca fue así. Sexo, donde es tan abierto y honesto que incluso después de que se termina y el calor se ha disipado y Pedro ya no está siquiera aquí a mi lado, lo habría dejado hacer cualquier cosa.


Me hace desear recordar mejor nuestra noche en Las Vegas. En ese momento tuvimos horas juntos, en lugar de unos pocos y miserables minutos esta noche. Porque de alguna manera, sabía que fue más honesto y libre y sin dudas que esto.


El fuerte golpe al cerrar mi puerta del coche resuena en nuestra tranquila calle suburbana. Mi casa se ve oscura, pero es demasiado pronto para que todos estén en la cama. 


Con el clima caliente del verano, lo más probable es que mi familia esté en el patio trasero, con una cena tardía.


Pero una vez que estoy dentro, no escucho nada más que silencio.


La casa está a oscuras en todas partes: en la sala de estar, la habitación familiar, la cocina. El patio está tranquilo, cada habitación de arriba desierta. Mis pasos golpean silenciosamente en el azulejo español en el baño, pero se quedan en silencio mientras me muevo a lo largo del pasillo alfombrado. Por alguna razón, entro en cada habitación... sin encontrar a nadie. En los años desde que empecé la universidad, antes de mudar mis cosas de vuelta a mi antiguo dormitorio sólo unos días atrás, no he estado ni una vez sola en esta casa, y la comprensión me golpea como un empujón físico. Siempre hay alguien cuando estoy aquí: mi madre, mi padre, uno de mis hermanos. Cuán extraño es esto. Sin embargo, ahora me han dado algo de tranquilidad. 


Se siente como un indulto. Y con esta libertad, una corriente de electricidad se enrolla a través de mí.


Podría irme sin tener que enfrentarme a mi padre.


Podría irme sin tener que explicar nada.


En un destello impulsivo y caliente, estoy segura de que esto es lo que quiero. Corro a mi habitación, encuentro mi pasaporte, me arranco el vestido y me pongo ropa limpia antes de cargar la maleta más grande del armario del pasillo. Meto todo lo que puedo encontrar en mi cómoda, y luego prácticamente limpio mi mostrador del baño con un movimiento de mi brazo en mi estuche de artículos de tocador. La maleta pesada golpea las escaleras detrás de mí y cae otra vez en el pasillo mientras empiezo a garabatear una nota para mi familia. Las mentiras salen y lucho para tratar de no decir demasiado, no sonar tan maníaca.



¡Tengo una oportunidad de ir a Francia por un par de semanas!
También un boleto gratis. Estaré con una amiga del papá de Helena. Es dueña de un pequeño negocio. Les contaré sobre esto más tarde, pero estoy bien. Llamaré.
Con amor,
Paula.



Nunca le he mentido a mi familia, o a cualquier persona para el caso, pero justo ahora no me importa. Ahora que la idea está en mi cabeza, la idea de no ir a Francia me lleva a un pánico completo porque no ir significa permanecer aquí por algunas semanas. Significa vivir bajo la nube oscura de la mierda de control de mi padre. Y entonces, significa mudarse a Boston y comenzar una vida que no estoy segura de querer.


Significa la posibilidad de no volver a ver a Pedro.


Miro el reloj: sólo tengo cuarenta y cinco minutos hasta de que despegue el avión.


Arrastrando mi maleta hacia el coche, la lanzo Al maletero y corro al lado del conductor, le envío un mensaje de texto a Helena: Lo que sea que mi padre te pregunte sobre Francia, sólo di que sí.


A sólo tres cuadras de mi casa, puedo escuchar mi teléfono
zumbando en el asiento del pasajero, sin duda con su respuesta; Helena rara vez suelta su teléfono, pero no puedo mirar ahora. Sé lo que veré de todos modos, y no estoy segura de cuándo mi cerebro se calmará suficiente para responder su ¡¿QUÉ??


Su: ¿QUÉ DEMONIOS ESTÁS HACIENDO?


Su: ¡¡LLÁMAME EN ESTE PUTO MOMENTO, PAULA CHAVES!!


Así que en su lugar, me estaciono; estoy siendo optimista y me coloco en el estacionamiento de larga estadía. Arrastro mi maleta en la terminal. Me registro, instando silenciosamente a que la mujer en el mostrador de boletos se mueva más rápido.


—Llegas muy apenas —dice con una mueca de desaprobación—. Puerta cuarenta y cuatro.


Asintiendo, coloco una mano nerviosa sobre el mostrador y
desaparezco rápidamente una vez que me entrega mi boleto, doblado cuidadosamente en un sobre de papel. La seguridad está muerta la noche de los martes, pero una vez que he terminado, el largo pasillo hasta la puerta al final se cierne delante de mí. Estoy corriendo demasiado rápido como para estar preocupada por la reacción de Pedro, pero la adrenalina no es suficiente para ahogar la protesta de mi fémur permanentemente débil mientras corro rápidamente.